SOBRE una transitadísima avenida, una enorme barda blanca con un portón metálico separa al mundo congestionado de lo que sucede al otro lado. El amplio patio corresponde a lo que uno imaginaria de un taller donde se producen esculturas de enormes proporciones, pero también es mejor. Este ambiente fresco, económico, estético representa de alguna manera lo que se crea y se resguarda en él: La obra de Sebastián, nacido en Camargo, Chihuahua en 1947, quien llegó a la Ciudad de México en 1964 sin un cinco en la bolsa ni un lugar donde vivir, para convertirse en “el escultor mexicano más importante de su generación”, como lo llamó Mathías Goeritz.
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AL elegir vivir en la ciudad de Mérida, Yucatán, con la idea de criar a mis hijos en un lugar que prometía una calidad de vida excepcional, no hice un análisis profundo de lo que me sucedería.
Si lo hubiera pensado con mayor detenimiento es probable que no dejara la ciudad donde nací y me formé. Pero me fui. Jamás en mi vida había estado en la llamada ‘Ciudad Blanca’ e ignoraba algo que debí haber sabido, algo importante: el calor.
Las altas temperaturas consumen a nativos y fuereños, que no son las mayores que se alcanzan en el país, pero sí es la ciudad que menor diferencia tiene entre la máxima y la mínima, si acaso unos tres o cuatro grados; así que da igual, uno se cocina de día y de noche.