Periodista.
AL elegir vivir en la ciudad de Mérida, Yucatán, con la idea de criar a mis hijos en un lugar que prometía una calidad de vida excepcional, no hice un análisis profundo de lo que me sucedería.
Si lo hubiera pensado con mayor detenimiento es probable que no dejara la ciudad donde nací y me formé. Pero me fui. Jamás en mi vida había estado en la llamada ‘Ciudad Blanca’ e ignoraba algo que debí haber sabido, algo importante: el calor.
Las altas temperaturas consumen a nativos y fuereños, que no son las mayores que se alcanzan en el país, pero sí es la ciudad que menor diferencia tiene entre la máxima y la mínima, si acaso unos tres o cuatro grados; así que da igual, uno se cocina de día y de noche.
El calor y la vida de ama de casa me fastidiaron enseguida; esto me granjeaba continuamente la enemistad de las mujeres que recién conocía, esposas de los compañeros de trabajo de mi, entonces, marido. No tenía nada que ver con ellas. Pasado un tiempo empecé a trabajar como docente en una universidad, lo que me permitía combinar mis labores de madre con mi vida profesional; los horarios y las vacaciones coinciden, una gran ventaja.
Como parte de la vida rutinaria de una abnegada madre están los eternos entrenamientos de futbol; sí, a las cuatro de la tarde a no menos de 38 grados a la sombra, había que llevar al mayor de mis hijos –¡tres veces a la semana!–, a la cancha deportiva.
Para no desperdiciar el tiempo, pues el pequeño de mis hijos era un bebé y dormía la siesta, yo aprovechaba el momento para preparar mis clases: hacía apuntes, calificaba exámenes o leía libros teóricos. Casi no platicaba con las otras mamás. Francamente hablar de cómo se blanquean las guayaberas o si Perenganita no usaba bikini porque el marido no la dejaba, a mí no me interesaba nada.
Una de esas tardes de calor infernal me puse a leer para evitar que los sesos se me derritieran irremediablemente y de pronto empezaran a escurrírseme por las orejas, las cuencas de los ojos y las fosas nasales. Entonces una mamá, con quien apenas había cruzado una sonrisa anteriormente, se acercó entusiasmada con la intención de entablar conversación:
–Ay, hola, ¿qué lees? –me preguntó con vocecilla aguda y cursi.
Cerré el libro para mostrarle la portada y dije orgullosa:
–“Cómo nacen los objetos” de Bruno Munari (italiano considerado uno de los máximos protagonistas del arte, del diseño gráfico e industrial del siglo XX).
–¡Ah! –enmudeció y apartó la mirada.
Supongo que esperaba que le respondiera que era una novelita romántica de Corín Tellado o un recetario de comida yucateca, porque jamás volvió a dirigirme la palabra. Debió haber corrido la voz, porque las demás mamás tampoco. Por fortuna.
* Tomado de la revista mensual
“Algarabía” No. 138; Marzo 2016.
Ventaneando, Lunes 23 de Abril de 2018.