EN su afán de protegerse a sí mismo y a sus allegados de la desenfrenada corrupción gubernamental, Enrique Peña Nieto ha causado un caos dentro del deficiente sistema de justicia y de la endeble institucionalidad democrática del país. Haciendo gala de la vigencia del autoritarismo presidencial y de sus facultades metaconstitucionales, el mandatario se ha propuesto ejercer un férreo control sobre las instituciones de justicia, mediante la imposición de funcionarios incondicionales, cooptación de legisladores, manipulación de las leyes, espionaje de opositores, censura de periodistas críticos, así como la compra de primeras planas, espacios y voluntades en los medios, a fin de blindar a su grey del ejercicio de la justicia.
Para el mandatario, el encubrimiento y la garantía de impunidad son prioridades inamovibles, aunque ello cause un grave daño a las instituciones e incremente los riesgos ante el proceso electoral de 2018.
El autoritarismo presidencial ha provocado una situación inédita. Las instituciones de procuración de justicia carecen de titular: no hay procurador ni fiscal general, tampoco fiscal para delitos electorales ni fiscal anticorrupción.