Periodista *
EN su afán de protegerse a sí mismo y a sus allegados de la desenfrenada corrupción gubernamental, Enrique Peña Nieto ha causado un caos dentro del deficiente sistema de justicia y de la endeble institucionalidad democrática del país. Haciendo gala de la vigencia del autoritarismo presidencial y de sus facultades metaconstitucionales, el mandatario se ha propuesto ejercer un férreo control sobre las instituciones de justicia, mediante la imposición de funcionarios incondicionales, cooptación de legisladores, manipulación de las leyes, espionaje de opositores, censura de periodistas críticos, así como la compra de primeras planas, espacios y voluntades en los medios, a fin de blindar a su grey del ejercicio de la justicia.
Para el mandatario, el encubrimiento y la garantía de impunidad son prioridades inamovibles, aunque ello cause un grave daño a las instituciones e incremente los riesgos ante el proceso electoral de 2018.
El autoritarismo presidencial ha provocado una situación inédita. Las instituciones de procuración de justicia carecen de titular: no hay procurador ni fiscal general, tampoco fiscal para delitos electorales ni fiscal anticorrupción.
Tras la renuncia de Raúl Cervantes, no hay procurador porque el sustituto no cumple con los requisitos para ser encargado de la PGR. No se ha definido el procedimiento para designar al fiscal general. El cese fulminante y sospechoso de Santiago Nieto como director de la Fepade deja acéfala a la fiscalía encargada de investigar los delitos electorales, cuando ya se ha iniciado el proceso comicial de 2018. Las pesquisas sobre el caso Odebrecht se interrumpen indefinidamente. Asimismo, el nombramiento del fiscal anticorrupción se ha postergado injustificadamente desde 2014.
Todo esto no es casual. Detrás de ese embrollo está la voluntad del Ejecutivo para cancelar o mermar al máximo la autonomía de las instituciones de procuración de justicia. A los autoritarismos les incomodan las instituciones autónomas, sobre todo las de justicia, porque ellos están acostumbrados a proceder con opacidad, arbitrariedad e impunidad.
Por tanto, lo que está en juego es la autonomía de las fiscalías General de la República, para la Atención de Delitos Electorales, así como la anticorrupción, pilar del Sistema Nacional Anticorrupción. La característica esencial de estas instituciones es, precisamente, su autonomía del poder presidencial, así como de otros poderes gubernamentales, legislativos o fácticos.
Sin autonomía, dichas instituciones pierden su fuerza y su razón de ser: servir de contrapeso y freno para prevenir, perseguir y, en su caso, sancionar los delitos derivados del uso indebido del poder político. Es claro que todo eso representa una amenaza insoportable para los cleptócratas.
Resulta paradójico que se pretenda crear instituciones autónomas y, al mismo tiempo, se intente vulnerar su independencia. Dicha contradicción se origina en el carácter híbrido de los autoritarismos electorales, como lo es el México gobernado por Peña Nieto.
Son regímenes surgidos de una transición democrática –así se truncada, como la nuestra–, que los obliga a parecer demócratas, sin dejar de pensar y actuar como lo que realmente son: autoritarios. Una mezcla extraña, pero que no es única de México, sino de muchos otros países como Nicaragua, Venezuela, Turquía, Filipinas, Rusia, Polonia o Hungría.
Recordemos que durante la era del PRI como partido hegemónico no ideológico (G. Sartori), México se consideraba a sí mismo un país democrático en el que se realizaban elecciones, así fueran controladas por el Estado. Por ello algunos politólogos lo definían como una democracia de fachada (S. E. Finer).
Actualmente México vive una severa regresión autoritaria. De acuerdo con el Latinobarómetro 2017, el apoyo a la democracia está disminuyendo en la región. La mayor pérdida se registró en México, cuyo soporte a ese sistema bajó 10 puntos en un año: de 48% en 2016 a 38% en 2017. Sólo 18% de los mexicanos expresa satisfacción con la democracia (en Uruguay es de 58% y el promedio regional es de 30%). En tanto que 90% opina que se gobierna sólo para beneficio de unos cuantos. La confianza en las instituciones del país es reveladora y preocupante, la enumero en orden descendente: Fuerzas Armadas (51%), Tribunal Electoral (33%), Poder Judicial (23%), Congreso (22%), policía (21%), gobierno (15%) y partidos políticos (9%).
De acuerdo con este sondeo, los mexicanos ubican a la corrupción como el tercer problema más grave del país, después de la delincuencia y de la situación política. Me resulta un tanto dudoso el dato, pienso que la corrupción es la principal causa del hartazgo de la sociedad y que se convertirá en el tema central del debate en las elecciones del año próximo.
La corrupción ha sido la principal ocupación del gobierno actual y ahora se ha convertido en su principal preocupación. Se ha desatado el pánico en las altas esferas del poder en México ante los casos de los presidentes de Brasil, Perú, Guatemala, El Salvador, Honduras, Panamá y Colombia, que han sido acusados de corrupción, algunos de ellos relacionados con sobornos de Odebrecht.
Con los niveles de corrupción política en México, llamaba poderosamente la atención que el país fuera ajeno a esos sobornos multimillonarios. Hasta que una noticia dio vuelta al mundo: uno de los exdirectores del corporativo brasileño en México declaró que el exdirector de Pemex recibió 10 millones de dólares cuando fungía como coordinador de Vinculación Internacional de la campaña de Peña Nieto.
Se prendieron los focos rojos en Los Pinos. Ello ha ocasionado que se intente restaurar la supeditación del sistema de justicia al dominio del mandatario en turno. Una justicia capturada por el poder político no es justicia y sin ella no hay verdadera democracia. Pugnemos por la instauración de un estado de derecho. Sólo así evitaremos que se imponga la impunidad institucionalizada.
* Tomado del semanario “Proceso”,
No. 2140; 5 de Noviembre de 2017.
Ventaneando, Viernes 24 de Noviembre de 2017.