A treinta y siete años de haber contraído matrimonio puedo recordar las decisiones, planes y condiciones que tomé para unir mi vida con la del hombre que amo. Recuerdo muy bien el día de mi boda: lista y decidida para ir al altar, acepté ser la compañera en la riqueza y pobreza, en la salud y enfermedad, la tristeza y la alegría.
Me di cuenta de que en el matrimonio de mis padres hubo pobreza, enfermedades y problemas. Sin embargo, eso no me desanimó para que formase una familia. Tenía en mi mente la disposición de servir, ayudar, amar y obedecer tanto a Dios como a mi esposo.