CUANDO la vi, me dominó una mezcla de odio y lástima. Lloraba como lo hacía yo cuando ella me vigilaba en la casa de seguridad a donde me llevaron. Me miró a los ojos y con rabia me reprochó que la denunciara si había prometido ayudarla. Recordé entonces que una tarde de mi cautiverio le aseguré que si me dejaba en libertad retacaría un muñeco de peluche con billetes y se lo dejaría en cierta iglesia para que lo recogiera.
Quería el dinero para viajar con sus tres hijos a Estados Unidos para trabajar, según ella, honradamente y sacarlos adelante. Había hecho de todo para mantenerlos, incluso prostituirse. Por cuidarme le pagarían 50,000 pesos.