Periodistas.
Treinta y tres días de infierno
La experiencia aquí narrada por Nora Gómez es similar a la de miles de mexicanos que han sido víctimas de este delito. Si bien en algunos casos los resultados son mucho más funestos, el temple y la buena suerte de nuestra entrevistada le permitieron salir con vida.
(ADVERTENCIA: Texto muy extenso)
CUANDO la vi, me dominó una mezcla de odio y lástima. Lloraba como lo hacía yo cuando ella me vigilaba en la casa de seguridad a donde me llevaron. Me miró a los ojos y con rabia me reprochó que la denunciara si había prometido ayudarla. Recordé entonces que una tarde de mi cautiverio le aseguré que si me dejaba en libertad retacaría un muñeco de peluche con billetes y se lo dejaría en cierta iglesia para que lo recogiera.
Quería el dinero para viajar con sus tres hijos a Estados Unidos para trabajar, según ella, honradamente y sacarlos adelante. Había hecho de todo para mantenerlos, incluso prostituirse. Por cuidarme le pagarían 50,000 pesos.
Le contesté: “Tú no pensaste en mi sufrimiento cuando me arrancaste de mi familia. Elegiste tu camino y ahora tienes que asumir la responsabilidad de haberte convertido en delincuente. Por mi parte, ahora tengo que arreglármelas para sobrevivir al trauma y mis hijas viven aterrorizadas”.
Reponerme no ha sido fácil. Tras 33 días de cautiverio forzado me he vuelto violenta, terminé por perder mi matrimonio y aun ahora, a 10 años de distancia, no puedo controlar del todo mis reacciones, pues aún necesito ayuda para terminar con esta rabia que comenzó a gestarse aquel 19 de junio de 1998.
Esa tarde regresaba de recoger a mi hija de 5 años de edad del jardín de niños cuando de pronto mi camioneta fue interceptada por otra. Mi chofer apenas pudo evitar el choque. De inmediato comprendí que se trataba de un secuestro, pues año y medio antes le había ocurrido lo mismo a mi suegro. Al ver la carita de terror de mi hija decidí protegerla, así que le grité que se escondiera bajo el asiento y abrí la portezuela para entregarme.
Tan pronto bajé los secuestradores me jalonearon, me cubrieron los ojos con cinta canela, me treparon a su camioneta, me sentaron entre dos de ellos y me colocaron, sobre la cinta, unos lentes oscuros. Más tarde me explicaron que era para no llamar la atención durante el traslado hasta la casa de seguridad.
A PAN Y AGUA
Para mi fortuna la cinta no estaba bien pegada y pude ver la ruta que seguimos. La casa estaba en la colonia El Rincón, entre Santa Fe y las Águilas. Me metieron en una habitación, me pusieron un fajero de bebé en los ojos y me aventaron contra la pared. Me dijeron que me tranquilizara pues se trataba de un sucuestro express, pero yo sabía que no era así.
En seguida me quitaron la falda y las pantaletas, me dieron a cambio un pantalón y me ofrecieron algún somnífero, pero en vez de aceptarlo les pedí un cigarro de mota. No quería fumar, sino averiguar qué clase de delincuentes eran, si también estaban dedicados al narcotráfico. Afortunadamente no fue así: respondieron que no tenían, pues ni siquiera la consumían.
Entré en pánico cuando me dijeron que también habían plagiado a mi hija; pese al terror, traté de mantenerme lo más tranquila posible, pues sabía que entre más nerviosa se pone una, más tensos y violentos están los delincuentes. De pronto uno de ellos comenzó a acariciarme el lóbulo de la oreja derecha con el pretexto de ver mis aretes. Se los regalé, junto con mi reloj, en un intento por sobornarlo. Estar dentro de una casa de seguridad es como estar en la guerra: compras tu seguridad minuto a minuto, pues los plagiarios están tan nerviosos como una y carecen del control de sus impulsos.
Me preguntaron con quién quería que trataran mi rescate. Les pedí que fuera mi marido, pues ya tenía experiencia por haber negociado el de mi suegro. Como prueba de vida les dije el lugar donde había bautizado a mi segunda hija.
Esa noche no pude dormir, había un martilleo enloquecedor; yo creo que lo hacían a propósito para que me aturdiera aún más, pero lo que más me torturaba era que tuvieran a mi hija, así que lloraba en silencio para no despertar su agresividad.
Al día siguiente llegaron unas mujeres. Eran las encargadas de hacer la comida y cuidarme cuando los hombres se iban. Su trato era frío y duro, por lo que me quedó claro que ellos les tenían miedo y respeto. Me dieron una caja de zapatos con medio chocolate, un jabón y un cepillo de dientes. Me daban de comer a diario un pan con mantequilla y agua. Como me llevaban al baño sólo dos veces al día tomaba poca agua, para no tener que orinar.
Me apodaron “La Chompis”, y es que tratando de mantener el buen humor saludé a uno con ese sobrenombre, en alusión al Chómpiras, un personaje de Chespirito. Cuando me oyeron entraron en pánico, pues pensaron que sabía quiénes eran; les tuve que explicar la razón del apodo y me dijeron que entonces lo llevaría yo. Así logré ganar un poco más su confianza.
DE MADRE A MADRE
Diceiséis días después logré convencer a las mujeres de que me permitieran descubrirme los ojos cuando estaba sola en mi habitación. Antes de entrar tocaban la puerta y me ponía el fajero para no verlas. También les pedí algo para leer y me dieron puras revistas de cómics pornográficos.
Las horas pasaban como si fueran años y para entretenerme opté por hacer bolitas con el cabello que se me caía y esconderlas bajo un ropero, para probar cuando me rescataran que había estado ahí. Releí las historietas cientos de veces y escuchaba las telenovelas y los partidos de futbol (estaba el Mundial) que ellos veían en la habitación contigua. Nunca dejé de orar por mis hijas. Caminaba de un lado a otro del cuarto, recontando una y otra vez los diez pasos que había de pared a pared mientras cantaba para no enloquecer.
Mi cuerpo y mi mente cambiaban día a día: bajé 9 kilos y poco a poco dejé de reconocerme. Al cabo de unos días empecé a menstruar y me dejé lo más sucia posible, para darle asco a los hombres y evitar que me violaran. En una ocasión en que estaba llorando, una de las mujeres se me acercó y le supliqué que me dijera si tenían a mi hija, le dije que si era madre me entendería. Funcionó: se apiadó de mí y me confesó que no tenían a mi pequeña. La noticia me volvió a la vida.
Entre las cosas que solía escuchar por las mañanas estaba un hombre que vendía tamales por la calle y un niño pequeño en el piso superior que lloraba con mucha desesperación, me parecía que lo maltrataban. Una vez sentí cómo el pequeño, de no más de 3 años, se me acercó. Llamé a una de las mujeres y le pregunté si consideraba que era bueno que un niño tan chico me viera en el estado en el que estaba. Me contestó que no me preocupara, que a sus hijos les explicaba que quienes llegaban a mi habitación estaban locos.
Me ofrecí a contar cuentos al niño y aceptaron. Con el chocolate me pintaba bigotes de pirata o me maquillaba los ojos. El niño quedó fascinado y me buscaba a cada rato. A las mujeres no parecía molestarles, al contrario, creo que terminé por caerles bien.
A partir de entonces me empezaron a dar consejos y a cuidarme. Me decían cómo era el temperamento de mis guardianes y cómo debía actuar con ellos para no despertar su furia. Además, estoy casi segura que les tenían prohibido tocarme.
VIOLENCIA SIN SENTIDO
En una ocasión en que las mujeres salieron al mercado, uno de mis captores entró a mi cuarto y me hizo plática. Le confesé que yo no era una mujer de dinero, que de hecho había crecido en la colonia Balbuena y coincidió que él también era de la zona. Aún así quiso obtener información sobre mis amistades, tal vez para secuestrarlos también; como me rehusé a revelarle nada enloqueció de furia y a pesar de ser “paisanos” no tuvo consideraciones hacia mí: me golpeó y me violó. Amenazó con matarme si le decía algo a los demás. Tardé más de diez años en confesar este hecho a mi familia, y creo que mi cambio de carácter y mi irritabilidad a partir de ese momento han evidenciado el enorme dolor que por años guardé en secreto.
Con el miedo en el cuerpo discurrí preguntar a las mujeres cuándo jugaba la selección mexicana para convencerlas de que me dejaran bañar en esos momentos, pues estaba segura de que los hombres estarían tan entretenidos con el partido que no me lastimarían nuevamente. Desde la regadera podía escuchar a los vecinos platicar y era muy frustrante saber que mi libertad estaba a unos cuantos pasos y no podía hacer nada, porque si lanzaba una nota de auxilio o gritaba me sentenciaba a muerte.
En una ocasión escuché en la televisión cómo otra banda de secuestradores había enterrado viva a una de sus víctimas. Fue entonces cuando planeé suicidarme si me ocurría algo similar: pedí un rastrillo para rasurarme las piernas, lo destruí y le quité la navaja que escondí en la bastilla de mi pantalón. El plan era simple: en caso de peligro, me cortaría las venas.
Perdí la cuenta de los días y de las noches. Una vez llegó un hombre que parecía ser el jefe de la banda; se colocó un lápiz entre los dientes para modificar su voz y me encañonó con una pistola, dijo que me mataría porque mi familia no quería dar dinero porque no me querían. Llorando me hinqué y le besé la mano implorando que me dejara vivir, le pregunté si era padre y si le gustaría dejar huérfanos a sus hijos. El tipo me aventó contra la pared y me dejó en la habitación con el hombre que me había violado. Me acerqué a él y le dije que me ayudara, que yo no había denunciado su violación con sus compañeros y finalmente me perdonó la vida.
LIBRE AL FIN
Terminé por entender que aunque parecen bien organizados entre ellos se traicionan, se temen y se odian y por tanto hay que ganar la caridad de cada uno de ellos de manera independiente. Con algunos intercambiaba historias de infancia, con otros bromeaba. Cuando cumplí 30 días de secuestro me recordaron el acontecimiento y pedí un pastel para festejar, a lo que contestaron: “Chompis, tú no pierdes el buen humor”. Y qué podía hacer si todo lo había perdido ya.
El 19 de julio me dieron una noticia inesperada: saldría libre. Me entregaron unos calzones nuevos y ropa limpia, también me pidieron mis tenis para lavarlos. El día en que me liberaron brindamos con cerveza y me pidieron perdón: “Tú eres neta, Chompis. Lástima que te tocó a ti”. Luego me subieron a un coche y salimos de la casa.
Cuando me bajaron del auto me di cuenta de que estábamos en un lugar que olía a bosque. Temí estar en una carretera solitaria y me tranquilizó saber que traía el pedacito de navaja conmigo, pues me serviría para herirme y así generar la compasión de alguien para que me dejara hacer una llamada telefónica o me diera un “aventón” sin hacerme daño. Por supuesto, en caso extremo me permitiría tener una muerte lo menos dolorosa posible. Me dijeron que no volteara, que contara hasta 50 y después me quitara la venda. Una de las mujeres iba en el auto y me susurró que mejor contara hasta 20 y luego corriera.
Conté hasta 18 y abrí los ojos. Estaba frente al hospital de Pemex, por Picacho, al sur de la Ciudad de México. Sonreí, corrí al interior del nosocomio y pedí hacer una llamada a casa.
El reencuentro con mi familia fue muy emotivo, yo no paraba de llorar. Mi hija de 5 años corrió a abrazarme, pero en seguida se alejó, regresó con un cepillo de dientes y me dijo: “Mami, lávate porque hueles muy feo”.
CORTAR LA CADENA
Denuncié el secuestro. Para la gente del CISEN –que intervino en la invetigación–, fue fácil hallar la casa de seguridad con base en lo que había visto y algunas otras señas que di, como los sonidos que se escuchaban y el sabor del pan con mantequilla (probé los de muchas panaderías hasta dar con los correctos). Comprobamos mi acierto cuando encontré las bolitas hechas con mi cabello.
A los seis días nos mudamos a Estados Unidos, pero ni siquiera así me libré de la ansiedad y del miedo. Me refugié en los ansiolíticos y el alcohol. Para colmo mi esposo, que seguramente vivía su propio infierno, lejos de ayudarme me echó en cara que mi familia no había querido dar dinero para mi liberación. Nunca me dijo cuánto pagaron por mí, pero sus duras palabras fueron suficientes para que me sintiera muy lastimada por las acciones de mi propia familia.
Mi hija pequeña tuvo que ir a terapia, pues el trauma la había marcado: tan pronto me perdía de vista o me tardaba en ir a recogerla al colegio comenzaba a golpearse y lastimarse, pensaba que nuevamente me habían hecho daño. No se subía a un auto si no estaba blindado y en cuanto estaba dentro se recostaba en el sillón y se tapaba la cabecita.
Meses después me enviaron a Estados Unidos fotografías de varios secuestradores capturados. Reconocí a una de las mujeres, pues para su mala suerte en una ocasión entró a mi habitación sin llamar a la puerta y la pude ver, porque yo no tenía la venda. Me hice la dormida porque si descubría que la había identificado, seguro me mataba.
Fue entonces cuando me enteré que mis raptores eran de una conocida banda –la misma que había secuestrado a mi ex suegro–, y que en realidad iban por mi hija, pero como me entregué me retuvieron a mí por la facilidad. Cuando se pagó el rescate de mi suegro juraron que nos dejarían en paz, pero quedaba claro que estos hombres no son de palabra. Me alegré aún más de haberlos denunciado.
Un año y medio después tuve que regresar a México para un careo. De entrada me topé con mi chofer: él fue quien nos vendió con los secuestradores. Nunca terminaré de entender porqué lo hizo; era casi parte de la familia, comíamos juntos y mi esposo lo había ayudado a montar un negocio.
Después me llevaron frente a la mujer que identifiqué en la fotografía. Con ella, más que un careo de víctima a victimario, lo tuve de madre a madre. Fue muy emotivo cuando me reclamó que al ir a la cárcel dejaría de ver a sus hijos; yo le espeté que ella no había pensado en que yo pasé por lo mismo mientras duró el plagio y remaché diciendo que al cabo sus acciones se habían vuelto contra su familia y ahora sus hijos quedarían prácticamente huérfanos.
A 10 años del secuestro mi familia aún no se recupera. Me divorcié, mi hija sigue viviendo con mucho temor y yo todavía no puedo evitar mis reacciones violentas. Cambié el alcohol y los ansiolíticos por el ejercicio y el arte. Regresé a vivir a México y fundé una asociación civil dedicada a la educación, pues estoy convencida que la única forma de terminar con este tipo de hechos violentos y destructivos es educando a través del amor.
Hay dos pasiones que mueven al hombre: el amor y el odio. En mí prevalece el amor y por eso sé que necesito ayuda para terminar con mi agresividad y cortar con esta cadena interminable de violencia.
* Tomado de la revisa mensual
Contenido 15 Sept. 2008.
Ventaneando, Viernes 9 de Agosto de 2019.