NOTA: Este ensayo, de cuyo autor se desconoce la
identidad, fue suministrado al columnista por el
Lic. Derly Hiradier Rivas Alvarado, fechado el 29
de Abril de 2011. Diez años después se reproduce
aquí porque mantiene su vigencia plena al ser un
sesudo análisis, muy bien escrito, de la situación
imperante en ese municipio bicentenario escenario
de tantísimas heroicidades y tragedias.
LES escribe San Fernando, el pueblo de los migrantes asesinados, el de las fosas y cadáveres indescriptibles, el de los cárteles querellados. Ultimamente, las voces que hablan de mí resuenan asustadas en el mundo. El mundo pensará entonces, no sin razón, que soy un pueblo macabro. No soy macabro, soy un pueblo atropellado, estoy herido, sangro y lloro, ¡Oh Dios!, y me lamento. Ante los hechos recientes yo, San Fernando, soy el primer sorprendido, el primer aterrado; también yo, San Fernando, siento miedo.
El mal no soy yo, el mal no es mi gente. El mal no es mi tierra ni mi sol ni mi viento. El mal llegó, llegó y se quedó, desconociéndonos a todos. No crean a mi gente pusilánime, mi gente es brava, como brava es la gente de las tierras áridas del norte de México. Ante la tierra agarrada y terca, mi gente se hizo tenaz para arrancarle frutos, ante el temporal incierto, mi gente se hizo estoica para aguantar los embates. Mi gente acerada escogió ganado correoso para que juntos aguantasen las sequías, mi gente incansable encontró cultivos que pudiesen crecer aun con sed. Aquí el ganadero cría, el agricultor siembra, el pescador hace una redada y todo mundo se somete con determinación y optimismo al temporal. Ellos, los que llegaron, son otra cosa.
En estas tierras, que son igual de pastizales gordos que de sequías hambrientas, igual de espigas rebosantes que de raquíticas hierbas, igual de redes plenas que de infructuosas salidas al mar, mi gente nunca está tan contenta como cuando llega el temporal. La lluvia tintineando en los metales sueltos, el olor áspero de la tierra recién mojada, el polvo apaciguado y hasta los truenos iracundos que se vociferan las nubes en el cielo y hacen temblar los espejos en las casas, son todos motivos de alegría, son todos signos de buenaventura para mi gente. El tortillero, el zapatero, el músico están contentos cuando llueve, el comerciante y el restaurantero están contentos cuando llueve, el albañil y el mecánico están contentos cuando llueve, y sobra decirlo, el agricultor y el ganadero están contentos cuando llueve y llueve a tiempo. Aun la ocasional gotera que la lluvia desvela en las casas es lidiada con regocijo, mis gentes recogen las gotas que chorrean desde el techo en cacharros de metal, para que caigan ruidosas y conviertan la lluvia en una sinfonía que dice y que repite y que vuelve a repetir que está lloviendo, que la cosecha es posible, que la becerrada también, que la tierra rendirá y que porque la tierra rinde todos en el pueblo estarán bien. Yo, San Fernando, soy entonces un paradigma de progreso, en mis caminos abundan camiones y camiones repletos de sorgo, de maíz, de frijol, camiones y camiones completos de ganado, camiones frigoríficos cargados de pescado, de camarón, las trilladoras van, los tractores vienen, los arados, las cultivadoras se pavonean en los sembrados, las vacas se contonean en los pastizales verdes luciendo cría y en los atardeceres de horizontes rojos y calientes, mi gente cansada y satisfecha ríe alrededor de los asadores, comentando los incidentes del día, bebiendo a sorbos un tarro de cerveza fría, muy fría.
Hay veces, sin embargo, que la tierra no da, que el temporal no llega. Todo mundo lo sabe porque todo mundo lo ve. Cuando el campo se agosta el paisaje pierde sus colores, se instala la grisura, los matorrales espesos se vuelven esqueletos de espinas que la vista atraviesa sin tropiezo, el ganado enflaca, las vacas malparen, los becerros enferman, en los sembradíos las plantas son ralas y no espigan o si acaso espigan, las raras espigas no progresan. A la canícula siempre sofocante se añade entonces ese estado de ánimo situado entre la agitación, la diligencia y la expectativa. Mi gente redobla sus quehaceres con tanta bullanga como en los días de trilla, los agricultores que ven perdida su cosecha se apresuran a convertir sus sembrados en forrajes, forrajes que compran los inquietos ganaderos para tratar de aliviar a su vacada, las carreteras se pueblan de camiones cargados de pasto, los campesinos chamuscan las espinas de los nopales para que los animales puedan tragarlos. Mi gente sanfernandense es gente valiente que afronta esos días de sequía con el sólo afán de defender, hay que salvar la vaca o hay que salvar la cría, hay que salvar la espiga, o la lancha o la yegua o la comida. Y yo los veo, tratando de salvar las cosas, mientras el sol testarudo brilla inclemente sobre la tierra encalmada y los buitres, en pugna con mi gente, vuelan negros, majestuosos e igualmente tenaces en mi cielo canicular, claro, caliente y sin lluvia.
Otras veces, el temporal es bueno y la suerte como quiera embiste a mi gente. Llegan los huracanes con vientos furiosos que arrancan a su paso todo lo que es posible arrancar, techos, cosechas, papalotes, bodegas, paredes. Las casas se construyen para resistir, pero ¡lamentablemente! no todo mundo se las puede pagar. Yo, San Fernando, he visto cuando el viento huracanado arranca techos y se los lleva retorciéndolos mientras ulula como lechuza asustada, he visto como familias enteras que, ante semejante desamparo, corren a guarecerse en el monte, he visto a las madres que con brazos desesperados abrazan a sus hijos contra los ébanos y los mezquites, pensando que si el ganado subsiste arrimándose contra ellos, sus hijos entonces también subsistirán… Subsisten, y al día siguiente, esta gente sanfernandense indómita, con la mirada impasible y la mente en el futuro, da gracias a Dios por haber sobrevivido y empieza a construir, otra vez el techo, otra vez el abrevadero del ganado, otra vez la bodega del sorgo, otra vez el muelle y la lancha y otra vez el temple de su carácter para atravesarlo todo otra vez hasta el próximo huracán.
La suerte en ocasiones arremete a mi gente con males esporádicos. Algunas veces por ejemplo la becerrada completa o la cosecha entera o el lote procesado de mariscos han sido pagados con un cheque certificado que resultó falso. Ante estos reveses individuales la solidaridad se manifiesta igual que las goteras cuando llueve –“compadre ¡si hay que entrarle al baile, yo huaracheo contigo!”–, ya para entonces, el compadre afectado, con la misma impasibilidad que se asume después del huracán o la sequía, trae la mente apuntada en el futuro. Aquí en San Fernando el trabajo es un valor y mi gente trabaja lo mismo bajo los soles inconmovibles de agosto, con el sudor resbalándoles por las sienes, que frente al norte glacial de enero, con el frío calándoles los huesos.
Habrá quienes remarquen que estoy hablando en presente, como si las cosas no hubiesen cambiado. Es claro que han cambiado y ¡de qué manera!, pero yo, San Fernando, veterano avezado de la incertidumbre, yo sé que por el carácter porfiado de mi gente, y por la naturaleza inherente al ser humano, el bien volverá.
El mal presente casi ni lo vimos llegar, llegó poco a poco y llegó disfrazado, ya instalado, fue mucho peor que todos los huracanes y las sequías juntas. Venían del Sur, los delataban su acento y su jerga, transportaban drogas para los juniors estadounidenses: se oyó decir que no les convenía más hacérselas llegar por aire y por mar y que así, habían decidido hacerlo atravesando México. Yo, San Fernando, enclavado al pie de la gran Ruta Panamericana que baja desde Alaska hasta Chile y estando a poco más de cien kilómetros de la frontera con Texas, resulté ser un sitio ideal para operar ese tráfico hacia nuestros adinerados vecinos. Al principio Ellos, los que llegaron, hicieron vida paralela a la de mi gente, andaban supongo conociendo, orientándose, tanteando. Dijeron que se llamaban los Zetas y debo admitirlo, lograron enganchar a algunos sanfernandenses; hombres jóvenes a quienes les faltó lucidez, les faltó entereza y sobre todo, a quienes les faltaron agallas. Imaginaron acaso que sólo se trataría de ganarse la vida llevando paquetes inocentes a través del puente internacional.
Aquí cambió todo casi de la noche a la mañana, cuando, hace escasos un par de años, llegaron Otros, venían del Poniente, eran docenas, los delataban las placas foráneas de sus camionetas robadas, dijeron que eran los del Golfo y que estaban allí para exterminar a los Zetas… la violencia entonces se vino encima con la rapidez de un huracán que toca tierra, y aquella presencia paralela, en medio de sus querellas, se metió en la vida de mi gente como una cuchillada. Nadie supo cómo defenderse de este nuevo mal. Mis productores: agricultores, ganaderos o pescadores, mediante secuestros y extorsiones han sido descapitalizados, el fruto del trabajo de una y hasta de varias generaciones lo perdieron de tajo, algunos secuestrados no han vuelto. Productores prósperos han sido asesinados, nada más porque trabajaron duro toda su vida y tenían bienes a despojar. Comerciantes grandes y comerciantes pequeños, han sido una y otra vez extorsionados. Restaurantes, negocios y casas han sido atacados y aun destruidos con saña, algunos ranchos han sido saqueados, otros expropiados y convertidos en guaridas. Mis viejos se enferman y mueren prematuramente de preocupación. Mi gente no sabe cómo persistir cuando les dicen “sabemos en donde vives, sabemos a que escuela van tus niños”. Ante la desgracia colectiva, un compadre no puede hacer mucho por otro, y aparte de los compadres, nadie ayudó a los productores con problemas, nadie a los comerciantes, nadie a las viudas ni a los huérfanos. ¡Nadie Felipe! Nadie ha ayudado a mis muchachos que son acosados por los Reclutadores, nadie ha ayudado a mis muchachos, ¡ay!, a mis pobres jovencitas violadas, ¡Nadie Felipe!
Supongo que ya se sabe, este año no voy a poder librar mis consabidas cuotas de carne, de granos, de pescado… mi gente no puede trabajar más, se va de aquí, los que no pueden irse se esconden, mis calles ahora están vacías, muy vacías, en la plaza los niños no juegan, las parejas no se besan más bajo el higuerón, no hay música los domingos, ya no oigo risas, tampoco hay fiestas. Se oyen, ya se sabe, las balaceras y más balaceras y más balaceras. Y ahora se oyen también las voces que hablan de ellas, voces que resuenan por el mundo, y el mundo que nunca oyó de San Fernando ahora me asocia con ellas, con las balas y con las vidas truncadas que esas balas atraviesan. Pues sepan, sepa el mundo que yo, San Fernando, también he perdido la vida, me duelen las balas y los hombres que estas asesinan, sangro con ellos, me duelen ¡Ay!, me duelen las mujeres forzadas, lloro con ellas, lloro también con las madres, con las viudas, con las huérfanas.
Y los migrantes. ¡Ay mis migrantes! No fui yo, San Fernando, no fue mi gente que ni siquiera lo advirtió. Que sepan sus madres y sus viudas, que sepan sus hijos y hermanas, que sepa el mundo que no fui yo. En esa hora fatídica yo, San Fernando, acompañé con piedad a mis migrantes y ahora los he adoptado para siempre. Ese día, aquí en la duplicidad azarosa de mis campos, estaba yo con ellos, había conmigo el sol, el mismo sol cálido y generoso que en primavera hace reventar las semillas de sorgo en las entrañas de mi tierra, llegó benevolente y tibio y abrazó las cuerpos aguerridos de mis migrantes. Había conmigo el viento, el mismo viento bienhechor que toca la Laguna Madre y llega fresco a aliviar al ganado de la solanera, llegó benigno, acarició las mejillas y acomodó con dulzura mechones de pelo de mis migrantes. Había conmigo la tierra, la misma tierra que con sed industriosa absorbe humedades portadoras de vida, su presencia compasiva bebió lágrimas y bebió sangre de mis migrantes. No, mis migrantes no estaban solos, estaba yo, San Fernando, junto a ellos, yo fui testigo del valor, del aplomo, del discernimiento, las solas armas que mis migrantes portaban. ¡Ah la entereza!, cuando las sabandijas del infierno que sitian mi suelo quisieron reclutarlos, cuando quisieron ponerle precio a su albedrío, mis migrantes defendiendo su destino, dijeron No, vivieron No… No. No, porque no quisieron dejar de ser hombres y mujeres de bien para convertirse en entes inferiores a las bestias, un No lleno de humanidad que resonó en mi tierra más fuerte que todas las balas juntas, un No de sensatez y de firmeza, un No intrépido que defendió su libertad. Mis migrantes fueron caudillos fortuitos del derecho. Yo, San Fernando, presencié su honra y su audacia, yo recogí los últimos respiros de sus afanes truncados, recogí sus valores, esos tesoros que llevaban consigo mis migrantes. Recaudé valentía, integridad, perspicacia, recaudé juventud, fuerza, hombría y ¿mujería? ¿feminía? (cómo se llama esa determinación robusta y constante tan inquebrantable y entera que poseen algunas madres, algunas hijas). Yo, San Fernando, recaudé la esperanza y recaudé el sacrificio y he quedado a jamás fortalecido por ésos mis soldados casuales de la libertad, mis mártires imprevistos de la esperanza.
Ahora que yo, San Fernando, me encuentro asediado por Esos, los hijos de la madre escasa y de la poca tierra, me pregunto ¿será el amor lo que hizo buenos a mis migrantes? ¿qué brazos los mecieron cuando niños? ¿qué labios los besaron cuando grandes? ¿o será su sangre? ¿qué genes de Bolívar, de San Martín, de Cahuide reverberaban en sus cuerpos? O ¿qué sol les enseñó a ser fuertes mientras tostaba su piel en las faenas? ¿qué viento los preparó a ser firmes cuando aliviaba con brisas frescas su pena? ¿qué tierra impasible los parió tan llenos de esperanza?
Me pregunto también si soy yo, San Fernando, un punto igualmente estratégico para pasar un mensaje. Si quizá fue por eso que mis migrantes precisamente aquí dejaron su vida y por eso que yo, San Fernando, tengo que cargar con la vergüenza de su muerte. Para que desde aquí, al pie de esta gran Ruta Panamericana y con ese peso tan grande en mi garganta yo, San Fernando, grite un mensaje, para que lo grite con un grito tan robusto y estruendoso que se propague hacia el Norte y hacia el Sur, gritando mucho y gritando fuerte, para que el mensaje suene y resuene estridente por toda la gran Ruta Panamericana, para que suene y resuene con ecos desde el Yukón hasta la Patagonia.
Gritar hacia el Norte, a ustedes mis pudientes vecinos estadounidenses, a ustedes los adinerados que consumen esas drogas cuyo tráfico deja a su paso tanta desgracia. ¿Saben ustedes lo que fuman? The weed you smoke is stained with destruction, unspeakable murder and the most horrific rape. Are you listening Lady Gaga? A mis prósperos vecinos que fabrican rifles automáticos que aquí en San Fernando matan, ya sé que a ustedes no les importa, pero no se les olvide agregar al peso que porten sus flacas conciencias todos mis muertos de bala and there you have a real resason to cry John. A los legisladores, are you following Harry? Mis migrantes envían un recordatorio de armas automáticas, those rifles that your people are sending to us Barak.
Gritar desde aquí a ustedes los Zetas, los del Golfo y todos los demás de su clase, hacia el Norte y hacia el Sur, a ustedes almas de estiércol que defecó el demonio. Ningún animal ejecuta a sus semejantes como ustedes cobardes a mi gente y a mis migrantes. Ninguna bestia maltrata a sus hembras como ustedes perversos a mis muchachas. Ningún bruto destroza las obras de sus congéneres como ustedes anormales destruyen lo que son incapaces de construir. ¡Ah los grandes cobardes! Si un ápice de humanidad les queda en algún rincón de su alma miserable, huyan, busquen quizá una iglesia e intenten volver a ser hombres. Sería el único acto de valor del que pudieran alguna vez ufanarse, miren que ir siempre en montones y armados contra la gente de bien es sólo de miedosos apocados como ustedes.
Gritar hacia el Sur, hacia esas selvas gloriosas donde por las sombras el sol no quema igual que el mío, sabemos que es bajo las ramas frondosas que se cultivan esas hierbas… Lula tiene razón ¡hay tanta pobreza! Pero que sepan los campesinos, por lo menos que sepan que el pan enjuto que traen a sus hijos está lleno de luto.
Gritar aquí a mi gente, a todos los mexicanos de bien, que finalmente somos la mayoría… pero ese grito se los dejo a ustedes. No me dejen solo a mí, San Fernando, con este mensaje tan pesado, no me pidan a mí solo que se los ponga en palabras, ¿qué les dicen los migrantes?
Es primavera, los cenizos, los patoles y las anacahuites en los matorrales a mi alrededor, sus colores me traen a la mente la memoria aun fresca de tiempos más amables y me traen también augurios del mañana. Yo, San Fernando, con mi paciencia dos veces centenaria, con mi comarca dual y caprichosa, con mi convicción firme de prevalecer, espero aquí a los míos con ilusión. Prevaleceré porque aún no he visto los límites de la esperanza, de la creatividad y de la fortaleza de mi gente y porque, como mis migrantes me lo han recordado, la naturaleza predominante del ser humano es magnánima.
Hoy por hoy, ¡Dios proveerá!
Ventaneando, Lunes 3 de Mayo de 2021.
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Yo, San Fernando… – Ventaneando