EL regreso de Donald Trump es, en efecto, una mala pasada de la vida; una putada en buen español. No solo se trata del daño puntual que puede provocar. La victoria de Trump representa en sí misma la constatación de los males del mundo en que ya hemos entrado. Nadie lo ha dicho mejor que Antoni Gutiérrez-Turbi(..):
“Gana una manera de entender la vida en donde los adversarios son enemigos; la realidad una creencia; el Estado un lastre; y la vida una competición descarnada y sin contrapesos en la que el mérito no define el éxito. Gana un estilo, un modo de ser y de vivir. Una identidad. Gana una manera masculinizada, agresiva y desacomplejada de relacionarse con los demás, en donde el insulto zafio o el mote hiriente sustituyen a los argumentos y la razones. Gana el miedo y la rabia, pierde la confianza colectiva y el nosotros incluyente. Gana mi verdad y pierde la verdad… Ganan nuestras tripas, nuestros cortes de manga, nuestro lado soez y berreta. Gana la bestia que todos llevamos dentro”.
Yo añadiría que está sucediendo algo aún más grave. Se confirma un nuevo orden, una geopolítica híbrida entre la globalización y el nacionalismo. Algo que cambia los criterios con los que hemos tomado decisiones en las últimas décadas.
Resulta difícil prepararse para el embate de un nuevo (des)orden que bien a bien no sabemos en qué va a consistir. Por lo que toca a nosotros, el candidato Donald Trump ha proferido duras amenazas en cinco temas que nos resultan vertebrales: migración, frontera, relaciones comerciales, nearshoring, drogas y combate al crimen organizado. Sabemos de antemano que, una vez llegado a la presidencia, convertirá en realidad solo una fracción de lo que ha dicho. Pero también sabemos que en este segundo periodo (2025-2029) será mucho más agresivo de lo que fue en el primero (2017-2021). Tiene más poder, experiencia, conocimiento y equipo, por no hablar de los rencores macerados durante su exilio interior.
En un escenario extremo, y nada es descartable, un embate frontal a la integración económica obligaría a replantearnos el modelo que hemos seguido. No digo que la integración con Norteamérica sea indeseable. Pero también tendría que hacernos pensar el hecho de que durante los últimos 24 meses México ha crecido a menos de 2% anual (2.2% del 2000 al 2018, menos de 1% este sexenio).
En teoría, el mundo envidia la condición que gozamos al ser parte del mercado más grande del planeta gracias a una ubicación estratégica, pero nuestros saldos no son para envidiar. O la integración no es en sí misma tan deslumbrante como nos la pintaron, o no la hemos sabido hacer. Y si el nuevo orden de Trump nos impone una modalidad de integración más ventajosa para los suyos, difícilmente estos números van a mejorar. Antes de saberse el resultado electoral del martes 5 de junio, los pronósticos para México los próximos dos años ya eran de los más bajos en América Latina.
Y no solo es una cuestión de saldos económicos. La extrema dependencia de un proceso “de integración” desigual nos deja atados de brazos frente a las arbitrariedades de un gobierno buleador. Nuestros depósitos de gasolinas equivalen al consumo de una semana; la mayor parte de la electricidad se genera en turbinas alimentadas por los gasoductos procedentes de Texas, solo por hablar de presiones que pueden ponernos de rodillas. La apuesta unilateral y de buena fe para vincularnos a una relación en la que repentinamente el America First
del vecino no nos incluye, no parece ser la estrategia mas prudente. Y si creemos que Trump es una anomalía pasajera, el perfil del próximo vicepresidente, el extremista J.D. Vance, tendría que hacernos reflexionar. Puede ser el principio de un largo invierno.
No se trata de renegar de la posibilidad de salvar lo que queda del llamado nearshoring o de renunciar a la prosperidad que la agroexportación o la maquila automotriz ha generado en el norte del país, por mencionar algún ejemplo.
*Tomado del periódico “El Mañana”.
Reynosa, Viernes 8 Noviembre 2024.
Ventaneando, Miércoles 13 de Noviembre de 2024.