Periodista.
(EN EUROPA LAS ‘VIEJAS’ VAPULEAN A LOS ‘VIEJOS’)
HACE unos meses, la escritora Espido Freire y yo asistimos a una escena terrible en el aeropuerto de Chicago. Una mujer de unos treinta años, alta y fuerte, con un bebé entre los brazos, daba un alarido de animal, un rugido feroz que nos heló la sangre; y después se puso a gritar a su pareja, supongo que a insultarla (hablaba en alemán, lengua que no entiendo), de una manera frenética.
El hombre, también joven y alto, pero no más que ella, estaba demudado y en absoluto silencio. A sus piernas se agarraban, aterrorizados, dos niños pequeños de unos cuatro y seis años.
La energúmena seguía vociferando, con una ira y una agresividad indescriptibles, contra ese pequeño grupo tembloroso y pasivo que era la viva estampa de la desolación. El ambiente estaba cargado de violencia y en el aire vibraba una amenaza cierta, que se volvía angustiosa al pensar en el pobre bebé que esa loca furiosa apretaba entre los brazos sin prestarle atención, como quien lleva un enojoso paquete.
Nosotras tuvimos que marcharnos a coger nuestro avión y les dejamos allí, atrapados en su tragedia. Era una escena que te encogía el corazón.
También hay mujeres que maltratan a sus parejas. Sucede incomparablemente menos veces que al contrario, desde luego, pero sucede.
Hace tiempo publiqué un artículo sobre el hombre que había denunciado que su esposa le pegaba: se encontraba doblemente desprotegido, porque durante muchos años no había podido comentárselo a nadie, ni a sus amigos más íntimos, por temor a las burlas y al desdén. Cuando las cosas se pusieron tan mal que al fin se atrevió a dar el paso, el pobre comprobó que sus temores estaban fundados: nadie se lo tomaba en serio, se reían de él, su denuncia se convirtió en una especie de chiste.
Aparte de razones electoralistas, no entiendo el porqué de sacar una ley contra la violencia de género que no contemple también al hombre como posible víctima. Aunque haya sólo cinco, aunque haya sólo uno. Es una cuestión de elemental justicia.
Sé bien que la generalizada y espantosa violencia contra las mujeres tiene una razón cultural distinta de la esporádica violencia de las mujeres contra los hombres. La constante degollina de mujeres es un horror creciente. No es sólo que ahora se denuncia el maltrato más que antes, es que ahora se las mata más. Antes, la mujer que era apaleada podía sufrir periódicas palizas durante toda su vida, pero el marido no acababa con ella, de la misma manera que el dueño de un esclavo está interesado en mantenerlo vivo, porque es su propiedad y no quiere perderlo.
Es ahora, cuando las mujeres han decidido no aguantar más torturas, cuando fallecen: siete de cada diez mujeres muertas en España por su pareja, lo son tras haber roto con él o estando en trance de separarse.
Esa carnicería silenciosa y doméstica supone en nuestro país una cifra de 2,44 mujeres asesinadas por millón de habitantes. Y lo más inquietante, lo más aterrador, es que esta cifra no es una anomalía de nuestra cultura, sino que está por debajo de la media europea.
En Finlandia, el número de víctimas es de 8.65, es decir, más del triple de nosotros. En Noruega, de 6,58; en Dinamarca, de 5,42; en Suecia, de 4.59. Las cosas tampoco están mejor fuera de Europa: en Estados Unidos, por ejemplo, es de 8,7.
Lo más revelador es que, dentro de la Unión Europea de los Quince países (no poseo datos de los Veinticinco), las peores cifras son las de los países nórdicos, que son, precisamente, aquellas sociedades que más han avanzado en la lucha antisexista.
Cabría suponer, pues, que la causa principal de esta atrocidad no es ya sólo el machismo, sino sobre todo la ruptura del machismo, el desmantelamiento rapidísimo de unas estructuras patriarcales que han durado milenios.
Un buen número de esos miserables que matan a sus mujeres se suicidan después: son personas desestructuradas que han dejado de entender al mundo (y son desde luego malas personas, porque en su desesperación eligen hacer daño).
Sólo la educación puede reinsertar a esos tarados en la vida real y evitar que su única salida sea la violencia, y desde luego toda ley contra el maltrato debe estar fundamentalmente dirigida a eliminar las causas que originan la brutalidad del varón contra la mujer.
Pero, ¿por qué impedir que ellos se puedan amparar también bajo ese paraguas legal? Con eso sólo estamos aumentando la extrañeza que el mundo de hoy provoca en algunos hombres.
* Tomado de EP(S), suplemento del
Diario EL PAIS, de España.
No. 1.449; Domingo 4 de Julio 2004.
Ventaneando, 19 de Enero de 2018.