LA década de 1988-1998 empezó con el mayor fraude registrado en la historia de nuestro país, aun cuando hubo quienes lo calificaron con más dureza: afirmaron que se trató de una usurpación, lo que situó a Carlos Salinas de Gortari en el mismo estadio que a Victoriano Huerta.
Usurpación fue para Cuauhtémoc Cárdenas la culminación “legal” de las elecciones presidenciales en las que él figuró como uno de los candidatos, y usurpador llamó a quien se benefició de lo que sancionaron con su voto aprobatorio en el Colegio Electoral de la Cámara de Diputados. Lo que nunca se pudo probar porque, todos a una, priístas y panistas, parmistas y “frente-cardenistas” ya segregados del Frente Democrático Nacional, clamaron por la quema de los paquetes electorales, con esquizofrenia sólo comparable a la de los inquisidores de los siglos XVII y XVIII en Europa, o a la de los nazis alemanes, alimentado hogueras con los libros para ellos heréticos o subversivos. Nada más recordar los gritos de José Luis Lamadrid o de Diego Fernández de Cevallos exigiendo la quema y basta.
Por el fraude o por la usurpacion, que para las consecuencias viene a ser lo mismo, Carlos Salinas de Gortari llegó a la presidencia de la República dispuesto a remarcar y continuar la línea económica de su antecesor, Miguel de la Madrid. Un neoliberalismo que él pretendió disfrazar con la palabra “social” suprimiéndole el “neo”, tal vez porque el hoy uno de sus críticos a toro pasado, el maestro en chismografía Enrique Krauze, que algunas nociones tiene de la historia, como los niños de los que habló Fidel Castro, pudo haberle dicho que Ignacio Ramírez se diferenció de los liberales de su época preconizando el “liberalismo social”.