ANDRÉS Manuel López Obrador tiene prisa. Prisa por decretar que ya se aplanó la curva del coronavirus, prisa por reabrir la economía, prisa por declarar el fin de la pandemia. Poco importan las cifras o los cuadros o las conferencias nocturneras de Hugo López-Gatell o los muertos por venir.
Lo suyo es la política, no la salud. Y por eso quiere que el país suspire de alivio y piense que lo peor ha pasado. Ve las encuestas y sabe que la población aprueba su manejo del tema sanitario, pero desaprueba su manejo del tema económico. Le urge anunciar que México renace, reactiva y echa a andar todo lo que se ha parado. Pero así como desestimó el impacto de la covid-19, desestima las implicaciones de regresar a la actividad económica sin un mapa de ruta.
Si el gobierno no tiene un plan bien trazado y mejor ejecutado, acabará en el peor de ambos mundos: con miles de mexicanos infectados y con una reapertura económica precipitada que los produjo.
Hoy, alrededor del mundo, el consenso entre expertos en salud es que reabrir la economía mientras el virus todavía se está esparciendo es muy arriesgado. Mientras más temprana es la reapertura, mayores los riesgos. Los países que actualmente están regresando a la normalidad lo hacen poco a poco, de manera gradual, y después de confinamientos estrictos. Ciudades enteras en Europa y Asia quedaron varadas, debido a medidas de confinamiento altamente restrictivas y estrictamente impuestas.
Ese no ha sido el caso de México, donde ha habido respuestas divergentes y contrastantes, de estado en estado. En muchos sitios el #QuédateEnCasa no ha sido respetado; al contrario, ha sido desafiado. Existe una enorme variación en las medidas de distanciamiento social y la movilidad y el grado de cerrazón económica. La estrategia de mitigación mexicana probablemente ha desacelerado la expansión del virus, pero no lo ha eliminado.
Reabrir significaría regresar a un escenario de contacto creciente entre las personas: en fábricas, en las universidades, en las maquiladoras, en la industria automotriz. En esos lugares confinados donde el coronavirus contagia y lo seguirá haciendo. Esto no significa que la reapertura de ciertos sectores económicos sea injustificada. El paso económico ha tenido costos muy altos –desempleo, quiebras, caídas en el ingreso, la salida masiva de capital–, y lo que necesitamos plantear es cómo reducir costos sin producir más enfermos; cómo reabrir sin que miles de mexicanos corran el riesgo de morir.
A nivel internacional, el consenso es que se requieren tres condiciones: la capacidad de testear, la capacidad de rastrear y la capacidad de aislar. En pocas palabras, saber dónde están los infectados y con quiénes entraron en contacto para poder confinarlos y que no sigan esparciendo la epidemia.
Lamentablemente México no ha hecho esas tareas esenciales de preparación y previsión, ni para enfrentar la pandemia ni para reabrir la economía. El disputado modelo Centinela y las posturas defendidas por Hugo López-Gatell han colocado al país en una situación precaria. Para reabrir se necesita testear y México tiene uno de los niveles de pruebas más bajos del mundo. Para reabrir se necesita un ejército de trabajadores del sector salud que puedan hacer rastreo –contact tracing–, de quienes resulten positivos y México no cuenta con esos soldados. Para reabrir se requiere una infraestructura hospitalaria lo suficientemente grande y eficaz para aislar a los enfermos y México no está invirtiendo para crearla.
El gobierno de López Obrador decidió abdicar de sus responsabilidades ante el coronavirus, minimizando la importancia de las pruebas y canalizando recursos escasos a Pemex o a las obras prioritarias del presidente, en vez de redirigirlos al sector salud. Optó por impulsar una especie de “darwinismo epidémico”, dejando a los estados desamparados y en busca de equipo médico y ventiladores que no se compraron a tiempo. Prefirió impulsar una narrativa de todo bajo control, aun cuando mucho ha estado saliéndose de control. Sorprende que en las reuniones de gabinete, AMLO proponga la reapertura aunque el país no está preparado –en términos logísticos–, para ella.
Probablemente el presidente se sienta presionado por Trump y sus exigencias de reabrir rápidamente para que México se reinserte en las cadenas de producción de América del Norte. Probablemente la cúpula empresarial también se suma a los reclamos en busca de la reapertura, por los costos que la parálisis ha acarreado. Y en esa insistencia encuentra oídos receptivos en Palacio Nacional, habitado por un hombre que promovía los besos y los abrazos y las giras y comer en las fondas hasta que los científicos le rogaron que se quedara en casa.
Pero lo hizo a regañadientes, a pesar de sí mismo y sus preferencias. Lo hizo a medias, manteniendo las reuniones con su equipo pero sin sana distancia, y las mañaneras convertidas en un foco potencial de infección que nadie quiere reconocer.
Reabrir es algo que López Obrador quiere hacer, con plan o sin él. No importa que no haya protocolos o reglas o guías o condiciones. No imprta que reabrir sea sinónimo de infectar, dado el regreso a la movilidad de municipio a municipio, de estado a estado. No importa que en otros países la reapertura se da sólo después de dos semanas de cifras de infección decrecientes. México seguirá siendo excepcional y para mal, guiado por el voluntarismo y no el empirismo; liderado por quien está pensando en su futuro político y no en la creación de una estrategia económica y de salud pública que mantenga a México a salvo, hasta que haya una vacuna en 12 o 18 meses.
Lo más probable entonces es que pasemos por ciclos de reapertura, reinfección y regreso a la cerrazón. Corriendo y tropezando, mientras unos se infectan y otros mueren porque el presidente quiere abrir la economía pero con los ojos cerrados.
* Académica, politóloga y escritora.
Columnista de la revista “Proceso”.
Ventaneando, Lunes 18 de Mayo de 2020.