(MEGA-ENTREVISTA DE HACE 15 AÑOS)
CIERRA EL CÍRCULO
Fue la primera estrella española global. Inventó su nombre y su sitio. Conoce el triunfo total y la crítica feroz. Ahora celebra medio siglo en escena después de ganarle el pulso a la muerte.
Fotografía Jordi Socías *
PRUEBE a decir estas frases en público. Yo soy aquél. Qué sabe nadie. En carne viva. Escándalo. Seguro que alguien las completa con una estrofa sepultada en su inconsciente. Como la magdalena de Proust. Como el perro de Pavlov. Cada una de las 300 canciones del repertorio de Raphael desencadena una respuesta automática en el imaginario de tres generaciones de españoles.
Con su nombre pasa igual. ¿Raphael? “Un artistazo”, “Un histrión”, “Un facha”, “El precursor del glam”. “Una estrella”. “Amanerado”. “Único”. La reacción espontánea de un puñado de encuestados lo constata. Todos tienen una opinión sobre él. Raphael lo sabe. Pero ni se defiende ni ataca. Vive. Actúa. Y si le preguntan, responde. Por su vida y por su obra. Empezando por el principio. Por 1960.
El chaval tiene 16 años y aún no levanta el metro sesenta y ocho que llegará a medir. Es flaco, gasta flequillo y cara de no haber roto un plato. El cambio de voz le ha jubilado de la escolanía de San Antonio, donde le llevó su madre a los cuatro años. Al director, Esteban de Zegoñal, le bastó escucharle una copla para darle plaza en este colegio capuchino de Madrid. Falín era una bala, siempre castigado. Pero el padre Esteban le salvaba el pellejo.
El mocoso era el divo del coro. A los nueve años fue elegido mejor voz infantil en Salzburgo (Austria). El diploma cuelga en el pisito de Cuatro Caminos donde vive con su familia, emigrada de Linares. El sueldo de ferrallista del padre no llega para dar estudios a cuatro hijos. Por eso tiembla el chico que espera entre cajas del teatro Fuencarral. Hoy examinan a los aspirantes al carné de artista de teatro, circo y variedades. Falín tiene que cantar dos temas. Si aprueba podrá intentar ganarse la vida cantando. Si no, seguirá de aprendiz de sastre. Hay que arrimar el hombro en casa.
—Rafael Martos, a escena.
“Y allí entré como entro yo en los sitios porque no sé entrar de otra manera. No había abierto aún la boca y oigo: ‘Basta, ya se puede ir’. Ni me atreví a protestar. Fue una tragedia griega, chica, pero cuando vi las listas estaba admitido. Cogí mi carné y empecé a cantar por esos pueblos de Dios. Hasta hoy”.
Fue años después cuando Rafael Martos Sánchez, Raphael para el mundo, supo por qué le habían aprobado sin oírle. “Yo ya sabía que en aquel jurado estaban monstruos como Antonio el Bailarín o Augusto Algueró padre. Una vez que coincidí con Antonio en México no pude más y la pregunté. Me soltó: ‘Después de la entrada que hiciste, ¿encima querías cantar?’. Cómo entraría, hija mía”.
Raphael lo cuenta muerto de risa. Luce unos dientes quizá demasiado blancos y una caballera quizá demasiado negra para sus 65 años. Vaquero negro, camisa plomo, ultramoderna cazadora de gamuza azul de Armani. Sus eternos botines añaden algún centímetro extra a su figura. Por lo demás, sigue siendo aquel tipo flaco con el flequillo domado a tijera y la cara de niño pugnando por asomar bajo la malla de la edad. Cierto velo en la mirada, cierta melancolía en la voz, cierta serena paciencia ante las cosas delatan sin embargo la huella de medio siglo en escena.
–¿Cómo está? Tiene buen aspecto.
–Bien, gracias. A veces me preguntan que qué me he hecho, que si me he operado. Me dan ganas de enseñarles el costurón del trasplante y decirles: pues sí, he pasado por el quirófano, ¿te parece poca operación?
Y vuelve a reír. No le faltan razones. El trasplante de hígado que le devolvió la vida hace cinco años no es la pirueta más espectacular de su existencia. La suya es la increíble historia de un niño de posguerra que se empeñó en que la gente se sentara a oírle cantar y lo logró. La fábula del hijo de un obrero andaluz que se casó con la nieta del conde de Romanones. La hazaña de un analfabeto en mercadotecnia que convirtió su nombre en marca y en una máquina de hacer dinero antes de cumplir los 25. Un tipo que llenaba teatros de Moscú a Bakú cuando los españoles tenían prohibido viajar a la Unión Soviética. Que ponía boca abajo al Zócalo de México DF antes de que Julio Iglesias cogiera un micrófono. La primera estrella latina global mucho antes de que a Alejandro Sanz, Shakira, Luis Miguel, Ricky Martin o Juanes les salieran los dientes. Más de cincuenta millones de discos vendidos le avalan.
También fue el niño bonito del franquismo. El chico moderno del No-Do. La estrella de la función de Navidad del teatro Calderón en honor de la esposa del dictador. El propio Franco le confesó una vez que disfrutaba de la épica de sus melodías. Pinochet, Somoza o Videla le agasajaban. Él se dejaba querer. Mientras otros artistas empezaban a levantar la voz contra el régimen, él limitó su rebeldía a las letras de las soberbias canciones que le cortaba a medida Manuel Alejandro, su compositor de cabecera. Encendidas crónicas de amores imposibles, pasiones desatadas, congoja, despecho, habladurías de la sociedad.
Esas de las que él no se libró nunca y que tronaron al cambiar las tornas políticas. En la Transición, la combinación de su exuberante puesta en escena y su inefable estilo inspiraron a imitadores de todo pelaje y exacerbaron chismes sobre su supuesta ambigüedad sexual. La nueva cultura oficial no contaba con el Niño de Linares y los colegas –con los que nunca hizo piña ni causa común–, tampoco parecían echarle en falta. Raphael no dijo nada. Trasladó su cuartel general a Miami. Matriculó a sus tres hijos en el mejor colegio. Dejó la intendencia en manos de Natalia y se dedicó a cantar por el mundo y volver a casa por Navidad con El tamborilero como visado al corazón de sus paisanos.
Los noventa fueron su revancha. El éxito de Escándalo y la apasionada reivindicación de su figura por parte de posmodernos como Alaska o Bunbury le devuelven al candelero. Ya no lo dejará. Tras su enfermedad, el nuevo Raphael vuelve decidido a celebrar la vida y a que nada ni nadie le amarguen la fiesta.
Este verano casó a su hijo Manuel con Amelia, hija de su amigo el presidente socialista del Congreso, José Bono. El banquete fue un poema. Grandes de España, políticos de izquierda y derecha y una variopinta fauna de artistas bailando en la pista. Ahora festeja sus bodas de oro con un disco insólito. En Raphael: 50 años después, une su voz a la de algunos santones del antifranquismo –Serrat, Sabina, Víctor y Ana, Miguel Ríos–, y algunas estrellas latinas –Alejandro Sanz, Juanes, Bisbal–, del siglo XXI. Rafael Martos parece estar en paz con todo el mundo. Con él el primero.
–Ha cumplido 65 años y anuncia una gira mundial para 2009 ¿no piensa jubilarse?
–Nunca. Necesito el escenario. Si un día estoy a las ocho de la noche en casa, digo: qué hago yo aquí, tenía que estar cantando.
–En último disco canta con ellos temas de Serrat, Sabina o Víctor Manuel.
¿Es una especie de reconciliación mutua?
–No, porque nunca hubo pelea. Son compañeros de toda la vida. Les admiro y respeto desde siempre y eso es recíproco. Lo sé. Lo siento. Y el resto me importa un carajo.
–¿Siente que se le pasó factura en la Transición por su supuesto pasado franquista?
–Sí [rotundo]. Ciertas personas no se portaron bien. Pero eso duró tres meses, o tres años, no llevé la cuenta. No soy rencoroso y, además, yo tenía el mundo. Me fui a México y fue la pera. Ahora todos esos se portan muy bien. Se han dado cuenta de que yo hice entonces lo que hicieron todos… estar.
–¿Fue usted adicto a la dictadura?
–Pero, chica, ¿qué adicción? No he sido nunca adicto a nada ni a nadie. Me he dedicado siempre a trabajar y me tocó vivir eso. Todos los de mi edad vivieron con eso. Unos protestando y otros callando, qué voy a hacer, no es mi oficio. El ser humano evoluciona y ya no pienso como a los 20 años. Me llamaban para actuar y aceptaba, qué iba a hacer. Además, encantado, porque sólo llamaban a los mejores. Pero de eso a lo otro, nada.
–¿Sabe que se especula acerca de su orientación sexual?
–Sí, supongo. Alguna vez me llamaron maricón y eso queda. Yo sé muy bien lo que soy, en mi casa también se sabe, y punto.
–También es usted un icono gay.
–Lo sé. Halaga mi vanidad. Suele ser gente con un sentido del arte excepcional, sensible, especial. No son cualquiera. Gustarles es un punto a favor, terreno ganado.
La secuencia es literal. Raphael no escurre el bulto. “Aquí me tienes, esto es lo que hay”, dijo cuando se le propuso la entrevista. Y aquí está, en efecto. Parece relajado. Alaba el gusto a quien ha elegido la música –“Mina, el catecismo”–, se calienta las manos –“soy muy friolero”–, con un descafeinado y pide un Gelocatil para la jaqueca. No hay. ¿Le sirve un Ibuprofeno? “No, San Enrique sólo me deja tomar paracetamol, y yo estoy a sus órdenes por la cuenta que me trae”. Luego explicará las razones de esa devoción.
“Maestro, aquí te traigo a este chico mío que quiere ser cantante”, Rafaela Sánchez llevó a su hijo Falín al estudio de don Manuel Gordillo. El célebre compositor sevillano desbravaba a folclóricas en un piso de La Latina. El chaval de los bombachos le dijo una copla y ya no salió. “Venía a ensayar y se quedaba escuchando al resto o viendo la tele porque él no tenía, era el niño de la casa”, recuerda Paco Gordillo, de 78 años, ex manager de Raphael.
El hijo del maestro era un estudiante de agrónomos que no pisaba la facultad. Le iba más el artisteo del negocio familiar. “Me hablaron de un chico que componía muy bien. Un tal Manuel Alejandro, que actuaba en pub de la calle Ballestra. Fui y me tocó tres temas: Te voy a contar mi vida, Inmensidad y Precisamente tú. Le llevé a mi padre y le contrató. Cuando oí a Rafaelito cantar con Manolo al piano dije: ‘A éste, o lo sacan a hombros o a tomatazos’. Era único. No se parecía a nadie”.
Nace el trío Alejandro-Gordillo-Martos. Manolo compone, Paco contrata, El Niño actúa. El Festival de Benidorm de 1962 –el propio Raphael se cortó el traje de marras–, es su primer triunfo. Una discográfica se interesa por el novel. De camino a la audición, Rafaelito ve la luz. “En el letrero ponía Phillips, pero se leía filips. Pense que la ph haría mi nombre original, sin apellido. Desde entonces soy Raphael, para gran cabreo de mi padre. Unos artistas se dejan marquetear, otros se marquetean solos. Yo soy de los segundos”, advierte.
Raphael –“un talento natural fuera de serie”, según Gordillo–, nunca anduvo falto de autoestima. A los 20 años ya tenía plena confianza en sus posibilidades. “La compañía le ofreció 3.000 pesetas o el 5% de royalties y él cogió el porcentaje”, recuerda el manager. Además de su nombre, el debutante se hizo su hueco. “No era un folclórico, ni un crooner, ni un yeyé. Yo era yo, y no tenía sitio. Quería que la gente me escuchara sentada y no bailando, que era lo habitual. Mi lugar me lo inventé yo”. En 1965, con las tablas de “la gira del hambre”, un épico rosario de actuaciones por el país ganándose al público butaca a butaca, Raphael debuta en el teatro de la Zarzuela de Madrid. El concierto –gestado por el zorro Gordillo, que le vendió entrada hasta a su padre–, dio la campanada. El público escuchó sentado. Sólo se levantó al final, en una ovación tan larga que le dio tiempo al empresario a ir a comprar cava para celebrar un éxito por el que nadie apostaba.
El producto Raphael vende. Un joven formal, guapo de cara, con un chorro de voz y estilo. Ni tan racial como Manolo Escobar. Ni tan exótico como Gardel. Ni tan clásico como Tito Mora. Ni tan moderno como Los Brincos. El justo término para gustar a madres e hijas. Gordillo aprovecha el tirón. “En la radio no le daban cancha, así que hicimos televisión y cine, y lo demás vino solo”, recuerda. La mili no fue problema. Paco sacaba al Niño del cuartel con permiso del teniente coronel y lo llevaba al plató de Gran parada con el rapado de recluta oculto bajo una peluca esculpida por un barbero de Gran Vía. La bola crece.
El caché, también. Al primer millón de Benidorm siguen las 300.000 pesetas de Las gemelas (Antonio del Amo, 1962), su primera película. Para la segunda, Cuando tú no estás (Mario Camus, 1966), Gordillo pidió –y logró–, tres millones. El altavoz del cine funciona. Bermúdez, el capo de la gran oficina de representación de la época, le ficha. Los sesenta y setenta son los años de Raphael. El combo Martos-Gordillo-Alejandro emprende la conquista de América. Giras apoteósicas en las que Paco tenía que sacarle de los aeropuertos disfrazado de mecánico para rescatarle de las fans. Tiempos en los que los empresarios mexicanos hacían cola en la suite de Gordillo para contratar al Niño a razón de 10.000 dólares en metálico la gala. Días en los que Anastasio Somoza enviaba a sus esbirros a su hotel para conminarle a actuar –gratis–, ante sus ministros y señoras. “A ver quién no iba”.
El Ministerio de Cultura de la URSS le invita a los gigantescos teatros del pueblo soviético. Los templos escénicos de Londres y París le solicitan. Brian Epstein, manager de The Beatles, le ve en casa de Bermúdez y le lleva al Madison Square Garden. “Recuerdo el anuncio en The New York Times: ‘Brian Epstein presents Raphael’: una página en blanco con letras de máquina. Minimalista. Siempre fui un adelantado”, se retrata el aludido.
–¿Qué cree que le da al público de medio mundo para tenerlo de su parte?
–Pura emoción. En mí no hay pose, nada estudiado. No soy artista de espejo, por eso hago tantas burradas. Doy evasión. Mi poder siempre ha sido llegar al corazón de la gente.
–Pero usted no sesea al hablar y, sin embargo, canta “viejo surrón, ropopompón”.
–[Ríe] Hay otra mejor: “Abrasados alegres crusan la siudad”. ¡Iban envueltos en llamas!, ja, ja. La ese es un chip que me sale al cantar. Gracias a Dios olvidé el poco solfeo que aprendí. Fantaseo con el sonido. Nunca estoy en la nota, la bordeo, y ahí está la gracia.
Raphael es rico y famoso a los 25. Viste los trajes que le corta Cristóbal, el sastre de moda en Madrid. Le ha comprado a su madre una casa y él vive en un apartamento. Solo. No se le conoce novia. “Las mujeres se le tiraban, pero nunca tocó a una fan. Decía que si lo hacía dejarían de serlo. Con los años he dicho, joder, qué tío más listo”, revela su ex manager Gordillo –que también representó a Marisol y a Rocío Jurado y admite que Raphael es con quien más dinero ha ganado–, quien certifica la alergia a la ostentación de su patrocinado. Raphael era un tipo tranquilo. Solitario. Adicto al trabajo. Ni siquiera se compró el reglamentario Mercedes de triunfador.
En 1968 Raphael conoce en una velada a Natalia Figueroa. La primogénita del marqués de Santo Floro, nieta del conde de Romanones, es una aristócrata atípica. Sofisticada, culta, cosmopolita, Figueroa permanece soltera a sus 30 años y frecuenta la élite intelectual como periodista del diario Pueblo y de TVE. El noviazgo causa sensación en la calle y un terrible disgusto en casa de la novia. Raphael no es ningún descamisado, pero el marqués, un refinado caballero que escribía en francés, no aprueba la relación. Los novios aguantan y, tras una cumbre en la que el pretendiente “pone las cartas sobre la mesa”, obtienen el sí de papá. Gordillo se encargó de organizar la boda en Venecia en 1972.
Pocos apostaban por el futuro de una pareja que ya ha casado a sus tres hijos. Los Martos-Figueroa han criado a sus vástagos lejos de los focos. Alejandra –restauradora del Museo Thyssen–, Jacobo –realizador de televisión–, y Manuel –cantante del grupo Mota–, son tres treintañeros con su propio oficio y beneficio que ya les han hecho abuelos.
–¿Su boda fue una especie de alianza entre dos aves raras en sus respectivos entornos?
–De dos currantes, mejor. Pero sí, siempre he sido un desclasado. Al principio y al final. Siempre buscando mi sitio. Natalia es el saber estar en este mundo. Ella siempre sabe qué hacer, administrar la vida, los tiempos, todo. Mi casa es un matriarcado, y ella, la matriarca.
–Ha ganado mucho dinero por el mundo, pero no tiene yate, ni jet, y ha mantenido un perfil social discreto. ¿Y esa austeridad?
–Yo soy muy Séneca. Un andaluz sentao, como mi padre. No necesito barcos ni aviones. Todo lo que he ganado lo he invertido en mi carrera, que es la pasión de mi vida. Y respecto a lo otro: estoy trasplantado, pero no ciego. Claro que sé lo que hay por el mundo, y no me interesa. Yo cuido mi gallinero.
A finales de 2002, Raphael vivía una esquizofrenia. En público se doblaba cada noche entre el doctor Jekyll y míster Hyde en el teatro. En privado se sentía morir. La hepatitis B que le diagnosticaron en los ochenta iba a más. “Estaba aterrorizado, no me quería enterar de qué vaina me pasaba. No dije nada a nadie hasta que no pude más y confesé. Me dijeron que era una cirrosis terminal y que la única salida era un trasplante. Sentí pánico”.
–¿Pensó que iba a morir?
–[Se emociona] Pasé un infierno solo antes de decirlo. Al principio dije que no al trasplante. Estaba tan mal, tan cansado, que quería terminar, irme tranquilo. Odio molestar. Hasta que se me apareció San Enrique.
El doctor Enrique Moreno, premio Príncipe de Asturias de Investigación y jefe de cirugía del Hospital 12 de Octubre de Madrid, recuerda la conversión. “Llegó en muy malas condiciones. Dada su gravedad, aceptó ponerse en lista de espera incluso para recibir un hígado contaminado. Al final, después de estudiar y descartas a sus hijos y a algunos allegados que estaban dispuestos a donarle parte del hígado, agotó su turno en la lista de espera y hubo efectivamente que trasplantarle un órgano con virus B. De hecho, además de la medicación antirrechazo, el señor Martos ha de tomar globulina contra el virus, que, afortunadamente, no se ha replicado”.
Moreno rechaza las insinuaciones de que en el caso de Raphael, u otras personas con influencia, se pueda adelantar puestos en la espera de un trasplante. En 2007, sin ir más lejos, murieron 175 personas aguardando un hígado que no llegó. “Raphael logró aguantar hasta su turno, pero no se puede jugar con las esperanzas de la gente”.
Desde la noche del 1 al 2 de abril de 2003, cuando Moreno le implantó su hígado nuevo, el despertador suena a las ocho en casa de los Martos. Es la hora de la píldora inmusupresora que evita el rechazo al órgano ajeno.
Del otro rechazo no hay noticias. La nómina de artistas que cantan en su disco es un repaso a la música en español desde los años sesenta hasta hoy. Está Olvido Gara, la niña mexicana que a los cinco años pidió a su padre Digan lo que digan (1968), el primer disco de su vida. “Hubo que comprar el disco y el tocadiscos”, recuerda Alaska, devota de Raphael desde entonces. “Sólo sabía que me fascinaba. Luego racionalizas: es expresivo, apasionado, para nada del montón. Un artista independiente con una carrera fantástica, original, que no ha dejado de grabar discos nuevos. Es cierto que en una época, cuando gente como nosotros le reivindicábamos, había quien se ofendía. Eso es muy de este país. A ver quién les negó méritos a Sinatra o a Tom Jones. Pero ahí lo tienes, mejor que nunca. La venganza se sirve fría”.
Víctor Manuel es otra de las estrellas invitadas. Y Miguel Ríos. Y Sabina. Y Serrat. Todos han trabajado juntos. Todos menos el homenajeado. “Siempre fue un solitario, no lo imagino compartiendo escenario”, dice Víctor Manuel. “Ahora está más cercano, comunicativo, la enfermedad lo ha humanizado. Se ha injusto con él. Los medios, también: le dan páginas a gente irrelevante como Luis Miguel o Paulina Rubio y a él no. Cuando salió era alguien absolutamente nuevo, con un repertorio excelente, un gran artista. No creo que fuera filofranquista. Fue un situacionista, un pragmático. Y dignificó la profesión. Los que llegamos después teníamos váter en el camerino porque lo había exigido Raphael”. Víctor quiere revelar un secreto. “En la huelga de artistas de 1975, uno de los que actuaron gratis para ayudar a los sancionados fue él. Además donó 100.000 pesetas de su bolsillo. Él no quiere que se sepa, pero yo sí”.
El empresario teatral Enrique Cornejo da fe del nivel de exigencia de su amigo y coetáneo: “Raphael es una estrella. Pide lo básico para él y lo máximo para su trabajo. Pero compensa: es garantía de lleno seguro”.
El último capricho del artista ha sido pedirle a Sabina un tema, otro traje a medida. El sastre tomó medidas. He aquí el estribillo:
“Cincuenta años después / yo sigo siendo aquél / le dijo al doctor Jekyl míster Hyde / tan joven y tan viejo / buscando en el espejo / mi look de Peter Pan / y Dorian Gray”.
–¿Le ha gustado el traje? ¿Cómo le sienta?
–Como un guante, hija mía. Ése soy yo, manque me duela.
* Tomado de EL PAÍS SEMANAL.
Suplemento del Diario EL PAÍS.
No. 1.681; Domingo 14 Diciembre 2008.
Ventaneando, Martes 20 de Junio de 2023.