Periodista.
En su Marco de Cantera: el Acueducto Colonial
LA ciudad de Querétaro se encuentra adornada con un bello festón de encaje de cantera, que ya es su sello distintivo: el Acueducto.
Siempre ha sido preocupación constante de la humanidad el uso y aprovechamiento de las fuerzas naturales y en especial del agua, líquido vital que ha influido no sólo en los asentamientos humanos que se constituyeron donde abundaba o estaba cercana, sino incluso ha motivado la creatividad al domeñar las circunstancias adversas para obtenerla, canalizarla y utilizarla.
Los acueductos se inventaron en épocas muy tempranas y vemos desde los romanos costosas construcciones realizadas con alardes de ingeniería para llevarla a los lugares donde se necesitaba; los encontramos en España, en Mérida y Segovia, en Italia y en otros países transportando el agua, salvando desniveles y barrancas, cañadas y depresiones, cabalgando ágilmente sobre sus arcos.
En el México antiguo, antes de la llegada de los españoles ya se habían encontrado soluciones similares para transportar el agua por medio de caños; hacer un dique de separación que evitara la mezcla del agua dulce con la salada (el albarradón), la construcción de calzadas cimentadas artificialmente entre el agua para comunicar las diversas islas del lago de Texcoco, así como innumerables soluciones insospechadas para su momento, para captar el agua de lluvia, desaguar sus ciudades, retener y aprovechar las avenidas de los ríos, llegando incluso a modificar sus cauces y sus rumbos.
A Tenochtitlan llegaba el agua desde Chapultepec y, según los cronistas, tenía doble caño para que mientras limpiaban uno el otro siguiera funcionando.
Nezahualcóyotl construyó uno para proveer de agua a su casa de Tezcotzinco, recorriendo varios kilómetros, y como éste tenemos otros ejemplos.
Estos acueductos inventados en épocas muy tempranas son ejemplos vivientes de cómo el hombre ha participado en la modificación y transformación de la Naturaleza para ponerla a su servicio; esto es, construcciones inmensas de piedra y cantera cimentadas en pesadas pilastras sobre las cuales se desplantaban grandes arcadas para regular los desniveles del terreno y que, con una ligera pero constante pendiente, pudiera transportar el agua de las partes altas a las más bajas por medio de un caño que corría en la parte superior, el cual a veces cubrían con losetas para evitar que el agua se ensuciara.
En el arranque del acueducto ponían sobre el caño unos arcos muy bajos para evitar que el ganado, cuando el caño no estaba cubierto, siguiendo el agua caminara sobre el acueducto y se desbarrancara, y el final casi siempre desembocaba en una hermosa fuente. Las medidas usadas en la época eran: un buey de agua equivalía a una vara por lado o 48 surcos; un surco = tres naranjas; una naranja = ocho reales o limones; un limón = dos dedos; un dedo = 19 pajas.
Es curioso notar que muchas de las palabras relacionadas con la irrigación, transportación o captación de agua utilizadas hasta nuestros días tengan origen árabe; como que durante la ocupación arábiga de ocho siglos en España les hubiera legado sus conocimientos en el manejo del preciado líquido, manifestadas en la herencia de la lengua como en los vocablos: acequia, algibe, almárcigo, alberca y otras.
En Querétaro el agua se obtenía de pozos y arroyos cercanos a la ciudad por caños y acequias a flor de tierra. El acueducto se empezó a construir en 1723 a raíz de que se asentaron en esta ciudad las monjas capuchinas, quienes tenían un ilustre protector y benefactor llamado Juan Antonio de Urrutia y Arana, Segundo Marqués de la Villa del Villar del Aguila, quien habiendo notado las dificultades de las monjas para abastecerse de buena agua, dado que la del Bajío, por su alto contenido de tierra y sales, es llamada “charandosa”, empezó las gestiones para la creación de un acueducto que la transportara de mejor calidad.
Una vez resueltos los problemas administrativos Don Juan Antonio encontró una fuente suficiente para abastecer a la tercera ciudad del reino, por su población e importancia, en un sitio llamado San Pedro de la Cañada, a dos leguas de distancia y construyó una caja de agua para reunir el líquido cuya llave entregó simbólicamente al Ayuntamiento. Al mismo tiempo se empezó la arquería que salvaría la distancia de 1,280 metros con 74 arcos, el mayor de los cuales mide 23 metros de alto y rematando en el Convento de la Cruz, situado en la parte más alta de la ciudad.
El Marqués de la Villa del Villar del Aguila aportó de su peculio más de $90,000.00 costeando casi él solo toda la obra y supervisando la construcción, que no se hizo arco tras arco, sino que se iniciaron todos al mismo tiempo por la premura del Marqués para terminarlo en el menor tiempo posible y ya para 1733 el agua llegó a las afueras de la ciudad y dos años después a la fuente de la Plazuela de la Cruz.
El pueblo se vistió de fiesta, se cantaron Te Deums, se iluminó la ciudad, hubo concursos y veladas musicales, desfiles, corridas de toros y peleas de gallos y según leemos en las palabras del padre Navarrete “no había convento que no fuera un paraíso; casa que no fuera un jardín; barrio que no fuera una primavera; ni salida alguna que no fuera una deliciosa amenidad…”
Esta colosal obra fue muy aplaudida y el Marqués incrementó su bien ganada fama de hombre magnánimo y generoso dedicado a ofrecer gran parte de su vida y fortuna a realizar obras de beneficio común.
El pueblo de Querétaro ha sabido reconocer sus favores y le ha construido una estatua que actualmente se localiza en una de las plazas más importantes de la ciudad.
Hoy el acueducto, que antes estaba aislado, se ha integrado a la vida de esta próspera ciudad entre avenidas y modernos fraccionamientos, y siempre es grato observar su linda silueta que se recorta contra el cielo y pasar bajo sus arcos, que ya forman parte de nuestra propia historia.
* Tomado de la revista mensual
“Nosotros Los Petroleros”.
Año IX, No. 91; Abril de 1988.
Ventaneando, Lunes 23 de Diciembre de 2019.