EN la evolución del régimen alumbrado por la transición democrática en México, las elecciones de 2018 y el gobierno emanado de ellas, pueden ser situadas a la vez como una oportunidad frente a nuestras ataduras al pasado o como un resultado natural de las mismas.
Gracias al inusitado esfuerzo de los grupos antiautoritarios de la sociedad civil mexicana y a dos corrientes principales de la oposición política, la encabezada por las fuerzas de la izquierda reunidas en el Partido Mexicano Socialista –a las que se unió la Corriente Democratizadora–, y del Partido Acción Nacional se produjo una irrupción democrática en el sistema político mexicano.
La fecha simbólica es la de los comicios de 1988. A diez años de la entrada en vigor de la reforma política ideada y orquestada por Jesús Reyes Heroles, una elección altamente competida, pero aun bajo el control del gobierno, abrió la puerta para desarmar el régimen autoritario de la Revolución Mexicana y sus herederos.
Un encadenamiento de reformas políticas fue dando lugar al nacimiento de un consenso fundamental: crear una institución electoral que fuera capaz de evitar la intervención de los gobiernos y del dinero para inclinar la balanza electoral.
El esfuerzo produjo un resultado acertado para el propósito buscado: una institución independiente reguladora de los procesos electorales, un tribunal para dirimir conflictos y una escuálida y desdentada fiscalía para delitos electorales.
El cambio en las preferencias electorales se manifestó de inmediato desplazando al PRI como fuerza mayoritaria en la Cámara de Diputados en 1997. Para entonces era obvio que la mayoría ya no apoyaba al partido casi único, de manera que a estas elecciones siguieron otras que generalizaron la alternancia en todos los gobiernos del país: federales, estatales y municipales, así como en las legislaturas nacional y locales.
A pesar de este gran cambio, los gobiernos sucesivos se hallaron de pronto en un territorio institucional dragado por las huellas de sus antiguos depredadores, dando lugar a un fenómeno más perceptible a medida que las grietas del viejo edificio estatal –que ya no recibía servicio de mantenimiento por el partido oficial–, dejaban salir la podredumbre de un régimen de corrupción e impunidad. Ante el dilema de iniciar la construcción de un nuevo edificio o acomodarse a él, los centros de gravedad de los partidos políticos optaron por lo segundo.
Hacia mediados del primer gobierno de la alternancia, el secretario de Gobernación atribuía las “anomalías” a la nueva “normalidad democrática”. Este pecado original imprimió al régimen una especie de marca de Caín: fue condenado por Dios a errar en el mundo, pero lo hizo inmune ante los hombres. Se puede ganar o perder el poder en las urnas, pero al gobernar se acata la herencia maldita.
La corrupción y la impunidad se apropiaron de los sectores fundamentales de la clase política y, junto a una clase empresarial predominantemente rentista, se reinstauró sin pudor la institucionalidad de las cleptocracias (a las que se suma el crimen organizado).
En 2018 una parte considerable del electorado mandó la señal de repudio y eligió una aparente alternativa que, hasta el día de hoy, no ha querido asumir la misión encomendada en clave transformadora, sino en un registro populista de derecha que agrava, entre otros, dos de los peores defectos del sistema: una vuelta al caudillismo y la erosión deliberada, no la reconstrucción, de las instituciones del Estado.
Al tiempo la respuesta a las preguntas: ¿cómo se demuestra que el partido mayoritario está regenerando la política nacional? ¿No estaremos, por el contrario, presenciando la ulterior descomposición del viejo régimen?
* Académico de la UNAM.
@pacovaldesu
Tomado de “El Universal”.
Domingo 26 de Julio de 2020
Ventaneando, Viernes 7 de Agosto de 2020.