(REPRODUCCIÓN DE UN LIBRO DE 2007)
Renombrada periodista cuenta una historia diferente de Diana –sin chismes–, en la que revela a una princesa herida y explotada, su amor secreto, sus verdaderos enemigos y su hambre de afecto.
NOTA DE LA REDACCIÓN: Ventaneando dedica esta
publicación a la memoria de Lady Di, nacida el 1 de julio
de 1961, al cumplirse en este 2022, 61 años de su natalicio.
(Primera de 2 Partes)
AGOSTO 31 de 1997, París. Dentro del automóvil que ingresó a toda velocidad al túnel Pont d’Alma 23 minutos pasada la medianoche iba la mujer más famosa del mundo, un ídolo rubio que llevaba las largas piernas cruzadas en el asiento trasero del Mercedes negro. Diana concluía una caótica velada y estaba de mal humor. Su disgusto era obvio en su tensa expresión, captada por las cámaras de circuito cerrado cuando pasó rápidamente por las puertas giratorias de la salida trasera del hotel Ritz.
Arthur Edwards, el veterano de los fotógrafos reales, bien conocía la mirada. Edwards recuerda esa última noche, cuando la princesa se dio cuenta de que las cosas con Dodi Fayed estaban fuera de control. “Quería irse a casa. Quería ver a los muchachos. No era una estrella pop. Era una princesa. Estaba acostumbrada a la puerta delantera, a una alfombra roja. Todo el asunto con Fayed –autos de señuelo, entradas traseras–, no era el estilo de Diana”.
Edwards se equivoca al respecto. El caos de su última noche era, cada vez más, el estilo de Diana desde que su divorcio de Carlos en 1996 transformó a la protegida princesa real en una celebridad mundial con libertad de movimiento. Lo prueba el hecho de que revoloteara por París a fines de agosto con un playboy como Fayed. Para William y Harry, agosto significaba el castillo Balmoral en Escocia con su padre, y para su madre, mucho tiempo libre para pasarlo a lo grande.
El embajador de Gran Bretaña ni siquiera sabía que Diana estaba en la ciudad, como tampoco las autoridades francesas. La pareja se alojó en el Ritz, el más prestigioso hotel de París, solamente por una noche, pues Fayed quería mostrarle a Diana todos los trofeos que podía comprar la enorme riqueza de su padre.
“No me exige nada”, Diana le explicó muy animada a su amiga Lana Marks. Le dijo a otra confidente, Lady Elsa Bowker, viuda de un diplomático británico, que con Fayed se sentía “muy bien atendida”.
Era lo que Diana necesitaba. En julio, cumplió 50 años Camilla Parker-Bowles, con quien el príncipe Carlos había tenido amoríos durante 24 años, éste había organizado una celebración muy pública en nada menos que Highgrove en Gloucestershire, la casa que había compartido con Diana. Ese mismo mes, el cardiólogo paquistaní Hasnat Khan, quien había sido el amante de Diana durante dos años, dejó en claro que, a pesar de la devoción que sentía por ella, no quería casarse. Después de esos dos golpes, Dodi, de 42 años, era el antídoto perfecto: era encantador, muy atento en lo sexual y no representaba una amenaza intelectual. Además, era un romance temporal.
El príncipe William estaba cada vez más consternado por la relación de su madre con Fayed e incómodo con los despliegues de ostentación de la familia Al Fayed. No cabía duda de que Fayed no sobreviviría al rechazo de William. La propia Diana tampoco habría tolerado ningún indicio de que Fayed había vuelto a las drogas, las cuales ella aborrecía. Cualquier inestabilidad le disgustaba. En su papel de princesa, era sumamente resuelta y quisquillosa en sus obligaciones.
Cuando almorcé con ella en julio de 1997 en Nueva York, me impresionó su aplomo y lo enfocada y entusiasmada que se veía. Consideraba que la elección de Tony Blair como primer ministro traería el repudio de las rancias costumbres y esperaba que se le encomendara una misión humanitaria. Estaba perfectamente bronceada. Su tez ligeramente sonrojada no sólo era aterciopelada; era más suave que los conejos de pana de los niños.
Ahora, paso a los últimos momentos de la vida de Diana, al lado de Fayed en el asiento trasero, asediada por la prensa. Esa calurosa noche de agosto, mientras se daba la gran vida, ¿le vinieron a la mente sus hijos, dormidos en un castillo escocés? Esa noche de un calor abrasador en París, ¿extrañó la fresca lluvia de Inglaterra?
Los paparazzi habían detectado el subterfugio de la salida trasera. A las 12:20 a.m., Henri Paul, un empleado del Ritz, encendió el motor del Mercedes negro. Partió con un chillido de neumáticos, seguido por las furias, hacia el departamento de Fayed en Rue Arseen-Houssaye, vía el túnel Pont d’Alma.
ENCUENTRO CON EL PRÍNCIPE. La primera vez que Gyles Brandreth, el primer ministro conservador, conoció a la princesa a principios de los años noventa, hablaron sobre lo mucho que le gustaba a ella de joven la ficción exageradamente romántica de Bárbara Cartland. Diana le aseguró: “En esos relatos estaba todo lo que soñaba, todo lo que esperaba”.
La fórmula de rescate de Cartland: un hombre valiente y apuesto, seguido y admirado por todos, y que a su vez es muy tierno, conoce a una muchacha dulce pero que bien podría pasar desapercibida, quien al acostarse “se suelta el cabello con gesto sensual”. Al final de la historia, la tímida joven a quien nadie prestaba atención gana amor y fortuna al conquistar al príncipe. Durante toda su vida, Diana se aferró con tanta tenacidad a sus sueños que su intento de hacerlos realidad se convirtió en un acto consciente de autoengaño. En el serio cardiólogo Hasnat Khan vio a un guapo médico que la acompañaría en sus misiones “a la Florence Nightingale” para cuidar a los enfermos. En el playboy Dodi Fayed vio al jeque árabe con mirada soñadora que se la llevaría en su alfombra mágica. Diana soñaba con tener un matrimonio tradicional y una familia feliz.
La unión de sus padres comenzó a desmoronarse dos años antes de que Diana naciera en julio de 1961; se separaron cuando ella tenía seis años. Su padre, Johnnie, el octavo conde Spencer, y su madre, Frances Fermoy, habían estado casados 13 años cuando Frances se marchó y, en un áspero y contencioso divorcio, perdió la custodia de Diana y sus tres hermanos. Diana recordaba haber visto a su madre empacar y decir: “¡Regresaré muy pronto!”. La niñita escuchó a su padre meter las maletas en el auto y a su madre caminar sobre la grava. Se cerró una puerta, un motor aceleró y Frances desapareció de su vida. Semana tras semana, Diana esperó tristemente, sentada a la ventana, el retorno de su madre.
Muchos años más tarde, de adolescente, Diana sorprendió a sus amigas al anunciar un día que se casaría con el príncipe Carlos. Para entonces, lo había visto una sola vez, en noviembre de 1977, en Althorp, la casa ancestral de los Spencer. Cuando sus amigas le preguntaron bromeando por qué estaba tan segura de ello, Diana respondió: “Es el único hombre en este planeta al que no le está permitido divorciarse de mí”.
Tras su “boda del siglo” en 1981, la princesa creía que Carlos, incomunicado finalmente de su amante tras estar enamorado de Camilla durante años, encontraría encantadora a su flamante esposa. Pero al parecer, en su luna de miel a bordo del Britannia, Diana se dio cuenta inmediatamente de que no había llegado a complacer a Carlos. Éste le comentó a un amigo: “La primera noche no fue nada especial. Fue agradable, por supuesto. Pero ella era desesperantemente ingenua”. A Carlos le gustaban las mujeres que tomaban la iniciativa, que eran dominantes y maternales. Estaba acostumbrado a ser atendido, no a verse forzado a seducir.
La novia de 20 años deseaba afecto e intimidad, pero todos los gestos amorosos que anhelaba Diana iban dirigidos a la amante de Carlos. El segundo día del crucero por la costa norte de África, Carlos ya estaba llamando a Camilla. “El príncipe simplemente tenía que estar en contacto constante con Camilla o no funcionaba debidamente”, recuerda su valet Stephen Barry. “Si dejaba de hablar con ella un día, se ponía irritable, de mal humor”.
La diferencia de edad entre Carlos y Diana parecía ser de 40 años, no de 12. Cuando el príncipe les escribió a sus amigos desde el Britannia, habló sobre su joven esposa como un abuelo habla de su nieta adolescente: “Diana corretea por allí conversando con los marineros y cocineros en la galera, mientras yo me quedo como un ermitaño en cubierta, deleitándome con los libros de Laurens van der Post (experto en viajes místicos)”. Ella estaba aburrida a más no poder.
Luego sucedió el Incidente de las Mancuernas, uno de los más conocidos ejemplos de la presunta inhumanidad de Carlos. El lío se armó cuando la pareja recibió a bordo a Anwar Sadat, presidente de Egipto, y su esposa, Jihan, quienes los acompañarían a cenar. Diana notó que el príncipe tenía puestas las delatoras mancuernas de oro con dos ces entrelazadas –por Carlos y Camilla–, en los almidonados puños de su camisa. ¿Realmente era capaz de ser tan flagrantemente insensible en su luna de miel y optar deliberadamente por ponerse un regalo de Camilla?
El príncipe, sin embargo, nunca escogía su propia ropa (su valet incluso le ponía la pasta dental a su cepillo de dientes). ¿Es posible que Stephen Barry, su leal asistente, al tanto de las citas con Camilla, y a quien le molestaba la posesiva presencia de la joven princesa, hubiera colocado las mancuernas de Camilla en las mangas del príncipe mientras éste se vestía distraídamente para la cena? Diana quizá lo haya sospechado, porque a mediados de octubre, la situación era tan tensa que Barry presentó su renuncia.
De cualquier modo, lo que le dolía a Diana no era haber perdido a Carlos debido a Camilla, sino jamás haber sido amada por él. Le dijo al biógrafo Andrew Morton que “para el segundo día sintió que habían aniquilado sus esperanzas”. Mientras el mundo imaginaba que la vida de Diana era un musical de Rodgers y Hammerstein, su vida diaria, más bien, empezó a parecer una película de Hitchcock.
“Me siento tan insignificante, tan sola, tan fuera de mi ambiente”, escribió Diana en cierto momento.
CONTRA LA TRADICION. Tras dos hijos y 15 años de matrimonio, la pareja acordó divorciarse el 28 de agosto de 1996. Diana conservó su residencia en el palacio de Kensington y siempre sería conocida como Diana, princesa de Gales. A los 35 años, sin ningún bien a su nombre, marcó el fin de su vida de casada metiendo un juego completo de vajilla del Príncipe de Gales en una bolsa de basura y haciéndolo añicos con un martillo.
Diana nunca lució mejor que en los días posteriores a su divorcio. Estaba empeñada en deshacerse de todo lo que le recordara su pasado. Paul Burrell pasó a ser el màitre de su vida privada, con una combinación de funciones, entre ellas mensajero y confidente. “Solía caminar silenciosamente escuchándolo todo”, dice una fuente cercana a la madre de Diana. “Puedo apostar que pegaba la oreja a la cerradura cuando yo iba a almorzar”.
Para aquel entonces Diana tenia protección policial sólo cuando asistía a un evento público. Su oficial preferido era un rubio alto, Colin Tebbutt, jubilado del Escuadrón Real. “Siempre había alboroto cuando ella estaba en casa”, aseguró Tebbutt. “Me parecía que estaba comenzando a disfrutar la vida. Era una mujer distinta, que maduraba”.
La prensa conocía a los choferes de Diana, o sea que para despistarlos, Tebbutt a veces se disfrazaba o cambiaba de vehículo. “Yo la llevaba en mi auto viejo, y ella bromeaba que era perfecto para atraer mujeres de la mala vida”, recuerda el oficial. “Un día, poco antes de su muerte, ella quería ir al peluquero. Fui al maletero y saqué una enorme gorra de béisbol y gafas. Cuando ella salió, dijo: ‘¿Qué demonios estás haciendo?’ Le dije: ‘Estoy disfrazado’. Ella respondió: ‘Quizá no lo hayas notado, pero soy la princesa de Gales’”.
Todos los martes por la noche, la princesa se sentaba ante su escritorio y escribía una gran cantidad de expresivas cartas mientras escuchaba el concierto para piano No. 2 de Rachmaninoff y su preferida, “A Nightingale Sang in Berkeley Square”, de Manning Sherwin. El palacio era la fortaleza de Diana. Las tardes de verano desaparecía en su jardín cercado vistiendo pantalones cortos, camiseta y gafas de sol, con una bolsa de libros y discos compactos para su Walkman. Los fines de semana, cuando William y Harry estaban en casa, Burrell la veía montada en su bicicleta, que tenía una canasta en frente, haciendo carreras por los senderos del palacio mientras sus hijos la seguían a toda velocidad. El día que cumplió 36 años, en julio, recibió 90 arreglos florales. Harry congregó a un grupo de compañeros de clase para cantarle “Feliz cumpleaños” por teléfono.
Las obras benéficas de Diana se redujeron de aproximadamente 100 a las seis que más le interesaban, entre ellas el Hospital Real de Marsden, el Hospital Pediátrico de la Calle Great Ormond y el Fondo para Combatir la Crisis del SIDA. Trataba de evitar situaciones en las que fuera una simple figura decorativa. “Si voy a promover cualquier causa, quiero ver el problema yo misma y aprende al respecto”, le aseguró a la presidenta del directorio de la Washington Post Company, Katharine Graham.
También decidió dejar de frecuentar a algunos de sus antiguos amigos. Su ex cuñada, Fergie –Sarah Ferguson–, estuvo entre quienes pasaron a su lista negra. La duquesa divorciada había vendido muy bien un insípido libro de memorias lleno de comentarios amables sobre Diana, con excepción de una línea fatídica.
Fergie había escrito que le pidió prestado un par de zapatos a Diana, y que después de usarlos le salió una verruga. Las diosas no tienen verrugas. A pesar de que Fergie le imploró la disculpara, Diana nunca volvió a dirigirle la palabra.
En 1997, la princesa organizó una fiesta de cumpleaños para su amigo David Tang, a la que le dijo que podía invitar a quien quisiera. “Está bien, entonces Fergie”, exclamó él. “En absoluto”, respondió Diana, y fue imposible hacerla cambiar de opinión.
Diana hizo amistad con alguien totalmente diferente a ella: Katharine “Kay” Graham. Se habían conocido el verano de 1994 en Martha’s Vineyard, y al poco tiempo, Kay ofreció un almuerzo para Diana y Hillary Clinton en su casa de Washington.
Durante la misma visita, Diana vio a Colin Powell en un almuerzo en la embajada de Gran Bretaña. Él le dijo que lo habían designado para que bailara con ella en la cena de gala de esa noche. Hacía pocos meses, durante un baile, un extraño había interrumpido el baile de Diana y su pareja, y a las autoridades de Scotland Yard les preocupaba que volviera a ocurrir. Decidieron entonces que el general podía manejar la situación de presentarse una eventualidad, y la princesa sugirió que practicaran en el salón de la embajada. “Podría bailar cualquier tipo de música, y nos fue bien en el ensayo”, dice Powell. “Me dijo: ‘Hay algo que debe saber. Me voy a poner un vestido sin espalda esta noche. ¿Puede lidiar con eso?’ Estaba coqueteando a sus anchas. ¡Qué dicha!”.
A Diana le encantaba Estados Unidos. El periodista Richard Kay dice que pensaba que era “un país tan rebosante de gente llamativa y famosa que ella podía pasar desapercibida”.
Como su vida, los gustos de Diana en el vestir se volvieron más simples y definidos tras su divorcio. Sus nuevos vestidos de noche eran de estilo minimalista y sexy,lo que había sido tabú cuando era parte de la familia real. “Sabía que tenía muy buenas piernas y quería lucirlas”, asegura el diseñador Jacques Azagury.
* Tomado de Selecciones Reader’s Digest.
Agosto de 2007.
Ventaneando, Viernes 1 de Julio de 2022.