(REPRODUCCIÓN DE UN LIBRO DE 2007)
Renombrada periodista cuenta una historia diferente de Diana –sin chismes–, en la que revela a una princesa herida y explotada, su amor secreto, sus verdaderos enemigos y su hambre de afecto.
(Segunda y Última Parte)
EN realidad, mientras más informal se vestía Diana, mejor se veía. Lucía espectacular al salir de su carro para almorzar con amigas en jeans desteñidos, una camiseta blanca, una chaqueta azul marino de corte impecable y sandalias sin tacón (generalmente Jimmy Choo). Vanity Fair encomendó al fotógrafo peruano Mario Testino que la retratara con la nueva imagen que quería proyectar: una mujer moderna, activa participante en asuntos mundiales, “intensa, fascinante y llena de vitalidad”, según Meredith Etherington-Smith, la ex editora de modas que le presentó Testino a Diana.
A Etherington-Smith le asombró lo distinta que era la nueva Diana a la formal princesa de los viejos tiempos. Ahora era una figura “alta, imponente”, que no se ponía maquillaje, y prefería revelar “el cutis rosa más típicamente inglés. Su cabello, que libre de laca había dejado de ser un casco tieso, revoloteaba en su cabeza como un diente de león mecido por el viento”. Las espectaculares fotos tomadas por Testino fueron publicadas en el verano de 1997.
Diana sacó de sus armarios las reliquias con volantes y lentejuelas de sus días de novia, princesa y esposa Windsor, en fin, la Diana dinástica. Fue idea de William que subastara en Nueva York sus antiguos vestidos para contribuir a obras benéficas, y a Diana le encantó su ingenio. Sería un estupendo gesto simbólico para celebrar su nueva vida y un ingreso importante para las instituciones que quería beneficiar: el Fondo para Combatir la Crisis del SIDA y el Fondo para la Lucha contra el Cáncer del Hospital Real de Marsden. La mayoría de las mujeres Windsor, entre ellas la reina, encomendaban la venta de sus prendas para ocasiones privadas a una tienda discreta y respetable de segunda mano en el West End de Londres.
La subasta de Diana fue pionera entre la realeza.
Etherington-Smith fue asignada por Christie’s para que ayudara a Diana a escoger y catalogar los artículos. Todas las mañanas durante un mes, clasificaron los trajes mientras la princesa revivía los eventos en los que los había llevado puestos. “¡Fuera! ¡Fuera!”, gritaba, o “¡No! No puedo tolerar la idea de regalar éste”.
Suspiró con un vestido de Víctor Edelstein, una creación de terciopelo de seda color azul, el cual llevaba puesto cuando asombró al mundo con John Travolta en la Casa Blanca en 1985. Travolta dijo que, de cerca, podía sentir lo seductora que era Diana. “Definitivamente, me pareció sexy, sí. La gente es innatamente sexual o sensual, o no. Ella lo era. Esa vez hubo una sintonía: yo la captaba y ella a mí”. Al final, Diana renunció al vestido, pues sabía que sería el más cotizado en la subasta. (Un postor anónimo lo compró por $222,500).
Pero lo mejor de todo era que la vida amorosa de Diana se había simplificado de una manera maravillosa. En el otoño de 1995, finalmente se había enamorado de un hombre que correspondía a su afecto, el cardiólogo paquistaní Hasnat Khan, de 36 años. El hombre de su vida era el mayor de cuatro hijos de una familia acomodada y unida en Jhelum, al norte de Lahore. Diana lo conoció en el Hospital Real Brompton cuando fue a visitar al esposo de su principal consejera de salud, una enfermera irlandesa que se había hecho acupunturista, Oonagh Shanely-Toffolo.
Joseph Toffolo había tenido una hemorragia masiva durante una operación de triple bypass. Khan, un Omar Sharif joven en bata blanca, llegó con una comitiva de asistentes cuando Diana estaba allí. El médico estaba concentrado en el estado de salud de Toffolo y no le prestó atención, lo que para una mujer acostumbrada a que todos la adularan, era irresistiblemente atractivo.
También lo era su mirada cariñosa. “Oonagh, ¡¿no es guapísimo?!”, Diana dijo cuando Khan salió de la habitación. De hecho era tan apuesto, que un atónito Joseph Toffolo contó con las atenciones de Diana por 18 días consecutivos durante su recuperación.
De inmediato, la princesa se convirtió en una aplicada estudiosa de cardiología. Su mesa de noche crujía bajo una gruesa copia de Anatomía de Gray y montones de informes sobre operaciones. Veía Casualty, una novela ambientada en un hospital, todos los sábados por la noche. Su armario estaba repleto de shawal kameez, las brillantes túnicas y pantalones de seda que se ponen las paquistaníes. Contempló la posibilidad de convertirse al islamismo. Le impresionaba que, por motivos religiosos, Khan rehusara consumar la relación hasta la noche en que su divorcio fue definitivo.
Diana pasaba noches con Khan en su pequeña habitación en el hospital y al amanecer regresaba a hurtadillas al palacio. Le preguntó si podía verlo realizar una cirugía a corazón abierto. “Cualquiera con la valentía suficiente para presenciar una operación del corazón puede entrar”, le dijo Khan. Después de esa vez, fue asidua. Cuando Sky TV hizo arreglos para filmar un procedimiento quirúrgico en un niño africano de siete años, la institución benéfica auspiciadora invitó a Diana, a sabiendas de que su público aumentaría considerablemente. Como resultado, hay imágenes de sus ojos de Bambi con delineador negro asomándose por una mascarilla blanca en el quirófano.
A fines de noviembre de 1995, un fotógrafo de la prensa amarilla sorprendió a Diana, inoportunamente, llegando al hospital a medianoche. Estaba por reunirse con Khan cuando éste acabara su turno, y al verse descubierta, pidió prestado el teléfono al fotógrafo y llamó a un reportero, Clive Goodman. Le dijo que sí, que estaba en el hospital, reconfortando a enfermos terminales.
Lo hacía tres noches por semana, por hasta cuatro horas, le dijo. “Trato de apoyarlos. Los tomo de la mano, les hablo, lo que sea para ayudarlos”.
Goodman le creyó. “Mis noches secretas de ángel” fue el titular de News of de World tres días más tarde. El artículo originó una nueva pero turbadora imagen de Diana como alguien que compulsivamente buscaba crisis médicas. Pero era mejor ser motivo de bromas a que se descubriera que pasaba las noches con un joven médico musulmán.
“¿ES UN ÁNGEL?”. La relación con Hasnat Khan fue la más gratificante que Diana había tenido. “¡He encontrado la paz!”, le confesó a Lady Bowker. “Me da todo lo que necesito”. El médico no quería nada de ella. Diana ofreció comprarle un auto nuevo, pero el orgullo le impidió a Khan aceptar el regalo. Odiaba la publicidad y no estaba interesado en la gran vida ni en ser famoso. Su departamento de una habitación en Chelsea era un laberinto, y las viejas camisetas que usaba cuando no estaba trabajando tapaban un poco de panza. Amaba lo mejor de Diana: su carácter compasivo, su deseo de dedicarse a causas humanitarias.
Diana convirtió la antigua habitación para secretarios privados en su residencia del palacio Kensington en una sala de estar para Natty, como lo llamaban, para que pudiera abrir una lata de Heineken y sentarse a ver un partido de fútbol. Los fines de semana, cuando el personal no estaba presente, ella le cocinaba. A veces desaparecía todo el día en el departamento de Khan, donde aspiraba, lavaba los platos y le planchaba las camisas. Una noche en que Diana cumplía años, ella salió a su encuentro envuelta en un abrigo de piel, sus mejores aretes de zafiros y diamantes, y nada más.
Diana era experta en salvaguardar su privacidad. La prensa rara vez averiguaba con quién estaba saliendo si ella se proponía guardar el secreto.
Viajó a Pakistán para aprender sobre la cultura de Khan. Incluso le pidió a su mayordomo Paul Burrell que hablara con un sacerdote sobre la posibilidad de una boda secreta. Él se reunió con el padre Tony Parsons en la Iglesia Católica Carmelita en la calle Kensington High, donde el hijo de Burrell era monaguillo. El sacerdote le dijo que era imposible casar a una pareja sin previa notificación a las autoridades. Menos aún, sin la anuencia del novio.
Khan se horrorizó al enterarse de la consulta. Le preguntó a Diana: “¿De verdad crees que simplemente puedes traer a un sacerdote aquí y casarte?”.
En febrero de 1996, Diana fue a Pakistán. El propósito oficial del viaje era recaudar fondos para un hospital. El verdadero motivo era llenar la región con imágenes que crearan una buena impresión en la familia de Khan.
El deseo de Diana de impresionar a este hombre en serio le dio un nuevo propósito en la vida. Estaba buscando una causa que la apasionara, donde su presencia produjera un resultado transformador. Mike Whitlam, director general de la Cruz Roja Británica, tenía la respuesta.
La Cruz Roja estaba entre las instituciones que Diana había puesto de lado, pero Whitlam entendía el temperamento de la princesa y el valor de su apoyo. Diana no aguantaba sesiones informativas prolongadas, con exceso de detalles; en las reuniones de los comités hacía gala de la capacidad de concentración de un niño de brazos. Whitlam sabía que era necesario atraer su atención con mucha delicadeza. La Cruz Roja era parte de la red de organizaciones mundiales que hacía campaña para prohibir el uso de minas terrestres. Comenzó a enviarle a Diana fotos e informes sobre los devastadores efectos de las minas que no habían sido desenterradas.
El lunes 13 de enero de 1997, con una chaqueta y jeans, Diana llegó al asfixiante calor de Luanda, capital de Angola, después de un viaje comercial de 11 horas al sur de África con Whitlam y Lord Deedes, el conocido veterano de The Daily Telegraph. El país se recuperaba de una guerra civil que había durado 20 años. Se calculaban que quedaban 15 millones de minas en un país de 12 millones de personas, y apenas se había comenzado a desenterrarlas.
Aproximadamente 70,000 inocentes habían pisado minas terrestres y las calles estaban llenas de hombres, mujeres y niños con piernas amputadas por las explosiones. Lo que Diana presenció la impulsó a actuar.
En las ruinas de Huambo, una zona en disputa plagada de minas, ella y sus acompañantes tuvieron que caminar en fila detrás de un ingeniero hasta llegar a un pequeño y miserable hospital. Allí, Diana vio a Helena, una niña de siete años que había pisado una mina al ir por agua. Le había deshecho los intestinos. Una solución intravenosa la mantenía viva. Las moscas zumbaban a su alrededor.
Arthur Edwards, que cubría la expedición para The Sun, dice que la niña estaba echada de espaldas, con el cuerpo desnudo, cuando Diana se le aproximó. “Lo primero que hizo fue por instinto. Tapó a la pequeña, se preocupó por su dignidad. Fue lo que habría hecho cualquier madre”.
Diana luego le habló suavemente a la niña y le acarició la mano. Cuando prosiguió con su recorrido, Christina Lamb, la corresponsal extranjera de The Sunday Times, se quedó con la niña moribunda. “Me preguntó: ‘¿Quién era?”, recuerda Lamb. “Yo le expliqué: ‘Es una princesa de Inglaterra, de muy, muy lejos’. Y la niña me dijo: ‘¿Es un ángel?’”.
La pequeña Helena murió poco después. “Lo último que vio”, afirma Lamb, fue a una “bellísima señora a la que tomó por un ángel”.
La dedicación de Diana a la campaña contra las minas terrestres no era, para usar una de las frases peyorativas preferidas de la reina, un ardid publicitario. Lo mejor de Diana salió a relucir al servicio de esta causa. Asediada en Angola por la prensa al día siguiente que los conservadores en Londres la llamaron “mal informada”, “sedienta de publicidad” y una “bala perdida”, Diana ignoró a sus críticos.
“Mi interés es humanitario, no político”, declaró.
A los pocos meses, los conservadores perdieron abrumadoramente las elecciones generales, y Tony Blair, el nuevo partidario de Diana, fue nombrado primer ministro.
“¿Cómo se atreven a criticar a Diana, la princesa de Gales, por dedicarse a este desgarrador problema?”, escribió Clare Short, la secretaria de estado para desarrollo internacional de Blair, en julio de 1997. “La posición de Diana al respecto merece el mayor reconocimiento. Su perfil público tiene la capacidad de darles la esperanza a millones de víctimas y activistas de que, quizá, por fin, se prohíba mundialmente la fabricación y uso de minas terrestres antipersonales”.
CAÍDA EN PICADA. Quisiera poder concluir aquí el artículo sobre Diana. Desearía dejarla como la vi cuando almorzamos juntas un día de verano, en julio de 1997, en que lucía un traje Chanel color menta y un bronceado perfecto, durante el viaje que hizo a Nueva York para asistir a la subasta de sus vestidos en Christie’s que tuvo un éxito tremendo. En ese entonces, era una mujer de peso que había encontrado su destino. Pero Diana siempre había sido frágil al asumir papeles nuevos. El amor, o el desamor, siempre la hacían vulnerable.
Hasnat Khan se estaba distanciando. No quería hacer público su romance, no quería casarse con ella. No quería, de saberse que era el nuevo galán de Di, hacerle frente al asedio de la prensa amarilla. Había experimentado una pequeña muestra de los desagradables extremos a los que se podía llegar, cuando se publicaron los primeros rumores sobre el romance en The Sunday Mirror. Cuando Diana se enteró de que estaban a punto de divulgarse, entró en pánico y recurrió a Richard Kay para que sacar un artículo a fin de despistar a la gente. Kay citó en el Mail a Diana usando una palabrota para describir el artículo de The Mirror. Kay escribió: “Según tengo entendido, la princesa está consternada por las acusaciones debido al dolor que les causarán a William y Harry”.
Diana les dijo a sus amigos: “Me ha hecho reír mucho. Nos estamos riendo a carcajadas”. Pero Khan no le veía la gracia. Estaba tan herido por el desmentido de Diana como por el artículo que lo desencadenó. Se llevaba bien con William y Harry –especialmente William, que había pasado un tiempo considerable con él un fin de semana, pidiéndole consejos sobre la carrera que debía seguir–, por lo que la mención de los hijos también le molestó. Ahora recibía amenazas racistas por correo, las cuales eran motivo de tensión. Durante tres semanas Khan rehusó tener cualquier contacto con Diana, lo que la puso histérica.
Hasnat Khan era pastún, una etnia en Pakistán y Afganistán conocida por su feroz adhesión a las tradiciones culturales. Sus padres habían tratado dos veces de casarlo con una buena novia musulmana, y para 1996, estaban ansiosos de volver a intentarlo. Cuando un reportero de The Daily Express logró entrevistar al padre de Khan, el doctor Rashid Khan no fue nada sutil al dar su opinión de Diana como posible novia de su hijo. “Él no se va a casar con ella”, aseguró el padre. “Le estamos buscando novia. Debe ser rica, de clase media alta. Por lo menos debe ser una paquistaní musulmana”.
Diana tomó esto como un desafío, lo que la llevó a tratar de presionar aún más a Khan. Quería cambiar el calendario laboral de éste para que pudiera acompañarla en sus viajes. Su sueño era un matrimonio entre dos humanitarios trotamundos que acudían a toda prisa a lugares en crisis.
En una cena de un grupo internacional de expertos en Rimini, Italia, conoció al profesor Christian Barnard, el pionero de trasplantes de corazón. Trató vehementemente de convencerlo de que le diera a Khan un cargo en Sudáfrica y hasta lo invitó a cenar al palacio Kensington dos veces para hablar sobre el futuro de Khan. El orgulloso doctor Khan se puso furioso cuando se le pidió su currículum al conocer a Barnard.
Khan le confió sus tribulaciones a un amigo paquistaní. El consejo de su amigo fue terminante: “Acaba el romance y reanuda tu vida”. Decidido a hacer precisamente eso, Khan se reunió con Diana en Hyde Park una calurosa noche la segunda semana de julio. Diana, que sabía que estaba a punto de ser rechazada, se lo reprochó con lágrimas y palabras hirientes. Pero cuando Khan tomaba una decisión, no daba marcha atrás. No volvería a verla.
Diana comenzó a hundirse. William pasó a ser su más íntimo amigo; su hijo era muy maduro para su edad. Comenzó a incluirlo en almuerzos con la prensa. “Ahora todas mis esperanzas están depositadas en William”, me dijo. “Tengo la esperanza de que cuando crezca, sea tan hábil para manejar a la prensa como John Kennedy, hijo”. Pero William no era el hijo de John F. Kennedy. Era el heredero del trono británico, y le pertenecía tanto al príncipe Carlos y a la Corona como a Lady Diana Spencer… y tal vez más.
Diana necesitaba salir de la ciudad para reponerse de sus heridas. Dodi Fayed apareció a los tres días del inicio de sus vacaciones en el sur de Francia, acudiendo al llamado de su padre, y la vulnerable Diana mordió el anzuelo. Al cabo de unas semanas, se encontraba de crucero con Fayed, y a fines de agosto, en París con él en el Ritz.
Después del accidente automovilístico en el espantoso túnel bajo Place d’Alma, una Diana moribunda fue llevada en ambulancia al hospital Pitié-Salpètrière. Fue sacada por dos camilleros, con la ayuda del ministro del Interior de Francia, Jean-Pierre Chevènement, y su asistente Sami Nair.
Mientras empujaban la camilla, Nair miró a Diana por primera vez. “Tenía un respirador en la cara y los ojos hinchados, pero aún lucía muy bella”, recordó después. “Su rostro era sumamente hermoso, muy fresco, muy sereno, muy joven. Era conmovedor. El ministro me dijo: ‘Es preciosa, ¿verdad? Es preciosa’”.
Pero esta vez, el corazón de Diana ya no tuvo oportunidad de sanar.
FIN