Periodista.
Era ostensible la diferencia de armamento entre el paupérrimo “ejército” mexicano y el francés, visto éste como el mejor del mundo; pese a ello, ganó el primero y exhibió la insólita incapacidad del otro.
FRANCISCO Zarco, el escritor liberal del siglo XIX, escribió el 6 de mayo de 1862 –en el periódico “El Siglo XIX”–, un ensayo del cual tomo las siguientes frases:
“Con la más viva ansiedad se esperan más detalles de la memorable jornada de ayer, en que nuestros soldados, los defensores de la Independencia, de la Libertad y de la Reforma, han triunfado sobre los mejores del mundo… Que las huestes francesas hayan sido rechazadas tres veces por nuestro ejército republicano, no importa sólo para México el brillo esplendoroso de la gloria militar, que tanto deslumbra a los pueblos. Nuestra primera victoria tiene una significación más alta en lo político, en lo moral… México, el país devorado por la anarquía, el país devastado por la guerra civil, tiene fuerza y ardimiento suficientes para defender su independencia y sus instituciones contra la agresión injusta de la primera potencia militar del mundo”.
En efecto. México se encontraba en aquellos años inmerso en una caótica situación política, económica y social, que motivó que España, Francia y Gran Bretaña formaran una coalición contra México. Mediante la Convención de Londres esos tres países europeos se comprometieron a enviar sus fuerzas militares contra la nación mexicana, en defensa, principalmente, de sus sacrosantos intereses económicos.
Llegada la armada española a Veracruz el 17 de diciembre de 1861, a principios de enero de 1862 hicieron su arribo a ese puerto las escuadras inglesa y francesa. Algún tiempo después se firmaron los Tratados de la Soledad, que estipulaban que el gobierno legítimamente presidido por Benito Juárez permitiría que las fuerzas tripartitas abandonaran el pestífero clima de la costa y se instalasen en las ciudades de Córdoba, Orizaba y Tehuacán, librándose de las enfermedades –de una manera especial de la temible fiebre amarilla–, que asolaban el litoral veracruzano.
Merced a las gestiones diplomáticas del secretario de Relaciones Exteriores de México, Manuel Doblado, los representantes de España e Inglaterra aceptaron que la posición del gobierno mexicano era justa, y por ello se retiraron del país, dejando al conde Dubois de Saligny, el enviado de Napoleón III (aquel monarca a quien el escritor francés Víctor Hugo llamaba con acerada ironía “Napoleón el pequeño”, en clara alusión al “Gran Corso”, Napoleón Bonaparte), quien no quería otra cosa que imponer sus puntos de vista y hacer acatar sus exigencias, sobre todo las económicas, al gobierno de México.
Corría el mes de abril de 1862 y únicamente quedaba como fuerza intervencionista la del gobierno francés, cuyo ejército se encontraba al mando del general Carlos Fernand Letrille, conde de Lorencez.
Este militar tenía tal confianza en obtener una inmediata victoria sobre las tropas republicanas, que no dudó en enviar a su superior el siguiente mensaje, que mostraba de manera inequívoca sus sentimientos raciales: “Tenemos sobre los mexicanos una tal superioridad de raza, de organización, de disciplina, de moralidad y de elevación de sentimientos, que pido a vuestra Excelencia que tenga a bien decirle al emperador que desde ahora, y a la cabeza de sus seis mil soldados, soy dueño de México”.
El general Lorencez consideró oportuno avanzar sobre la ciudad de Puebla antes de enfilar hacia la capital del país. Para ello marchó hacia Amozoc, no lejos de la urbe angelopolitana, donde tuvo conocimiento que Ignacio Zaragoza, el general en jefe del Ejército de Oriente, se había instalado en los fuertes de Loreto y Guadalupe para resistir el asedio del Ejército francés, contando para ello con el apoyo de los generales Miguel Negrete, Felipe Berriozábal, Porfirio Díaz, Lamadrid y Antonio Alvarez.
La diferencia de armamento de ambos ejércitos era ostensible, llevando la desventaja las tropas mexicanas (sobre todo los indígenas serranos de Zacapoaxtla, Tetela, Xochiapulco y Cuautempan, armados únicamente de machetes). De esta circunstancia el general Francisco L. Urquizo escribió lo siguiente: “Aproximadamente cinco mil defensores contra seis mil atacantes, superiores no sólo en número sino en organización, experiencia y, sobre todo, en armamento. Los cañones rayados de balas cilindro-cónicas y los fusiles del invasor, con su alcance promedio de ochocientos metros, estaban hechos para cazar impunemente al soldado mexicano, con su canón liso de balas sólidas esféricas, y su fusil de trescientos metros de alcance”.
A las cinco de la mañana dispuso Zaragoza la formación de su ejército, atento al movimiento que veía desde la torre de la iglesia de Los Remedios, donde tenía establecido su cuartel general. Desde esa elevada atalaya contempló cómo los zuavos franceses se preparaban para entrar en acción. Momento más tarde, cuando ya el inicio de la batalla era inminente, Ignacio Zaragoza, de 33 años de edad, pronunció una arenga a sus soldados.
“Soldados –les dijo–, os habéis portado como héroes combatiendo por la Reforma. Vuestros esfuerzos han sido coronados siempre del mejor éxito, y no una, sino infinidad de veces habéis hecho doblar la cerviz a vuestros adversarios. Loma Alta, Silao, Guadalajara, Calpulalpan, son nombres que habéis eternizado con vuestros triunfos. Hoy váis a pelear por un objeto sagrado. Váis a pelear por la patria, y yo me prometo que en la presente jornada le conquistaréis un día de gloria. Nuestros enemigos son los primeros soldados del mundo, pero vosotros sois los primeros hijos de México, y nos quieren arrebatar vuestra patria. ¡Soldados: leo en vuestra frente la victoria! ¡Viva la Independencia Nacional! ¡Viva la patria!”.
Al filo del mediodía del 5 de mayo de 1862 la artillería del Ejército francés rompió el fuego. Se decía que aquellos soldados eran los primeros del mundo, por su gran capacidad bélica y por la experiencia adquirida en cien combates por doquier. Para detenerlos estaban fortificadas en Loreto y Guadalupe, en las goteras de la ciudad de Puebla, las tropas mexicanas que defendían al gobierno legalmente instituido del arbitrario acoso de los invasores franceses, apoyados por una facción de descastados conservadores.
A pesar de la fiereza de los sitiadores, apoyados por el devastador efecto de sus obuses, el arrojo de quienes se habían fortificado en esas pequeñas fortalezas hizo posible que aquellos ataques resultasen infructuosos. Lorencez, sorprendido y en extremo violento, al advertir una respuesta bélica que no esperaba, ordenó que la artillería francesa se colocase más próxima a los fuertes de Loreto y Guadalupe.
La primera embestida de los zuavos fracasó debido al temerario rechazo de los mexicanos. Momentos más tarde, Lorencez ciego de ira ordenó otro ataque más intenso, que nuevamente fue repelido por los mexicanos. Y así aconteció con la tercera acometida de los zuavos (los vencedores de Solferino y Magenta, como se les llamaba, para engrandecer sus numerosas victorias militares), que fue dispersada gracias al valor desplegado por los indomables soldados mexicanos.
Poco después de las cuatro de la tarde el general Lorencez, quien no daba crédito a la heroica defensa realizada por las fuerzas de Zaragoza, ordenó la retirada de sus tropas. Pasadas las cinco de la tarde el general del Ejército de Oriente dirigió el siguiente telegrama al ministro de la Guerra:
“Las armas del Supremo Gobierno se han cubierto de gloria. El enemigo ha hecho esfuerzos supremos para apoderarse del cerro de Guadalupe, que atacó por oriente a derecha e izquierda durante tres horas. Fue rechazada por tres veces en completa dispersión y en estos momentos está formada en batalla, fuerte en más de cuatro mil hombres, frente al cerro, fuera de tiro. No lo bato, como desearía, porque el gobierno sabe que no tengo para ello fuerza bastante. Calculo la pérdida del enemigo, que llegó hasta los fosos de Guadalupe en su ataque, a 600 o 700, entre muertos y heridos. 400 habremos tenido nosotros. Sírvase dar cuenta de este parte al C. Presidente”.
Otro resultado de esta derrota, que tanto habría de pesar en el ánimo de la población civil de Francia –cuando en Europa se tuvo conocimiento de la increíble victoria del Ejército mexicano sobre las tropas galas–, el emperador Napoleón III ordenó que el Cuerpo Expedicionario de México (formado para apoyar al espurio gobierno de Maximiliano de Habsburgo) se incrementase a veinticinco mil soldados, al mando del general Forey.
El conde de Lorencez dejó México a fines de octubre de 1862, sin haber sido “el dueño de México”, como él se había jactado meses antes.
* Tomado de “Revista de Revistas”
No. 4464; publicación de “Excélsior”.
Mayo de 1998.
Ventaneando, Lunes 7 de Mayo de 2018.