Pionero del buceo autónomo
DESPUÉS de cien años de búsqueda, por fin, en el verano de 1943 un hombre, Jacques-Yves Cousteau, dio con la fórmula para que el ser humano pudiera deslizarse a voluntad por debajo de la superficie de las aguas. En ese momento estaba en su apogeo la Segunda Guerra Mundial, pero ello no fue impedimento para que se introdujera al Mar Mediterráneo, en la costa sur de Francia, y probara su Aqua-Lung, un artificio que iba a evolucionar la exploración de los océanos y abrir sus profundidades al buceador individual.
Antes de este logro la imagen del buzo era lamentable. Iba envuelto en una especie de armadura que, como en truculentas películas submarinas, le hacía avanzar penosamente, inclinado hacia adelante para vencer la enorme fuerza del medio líquido.
Este tipo de traje, que entre otras cosas estaba provisto de pesados zapatos de plomo y un tubo hacia la superficie para respirar, partía de un principio totalmente equivocado: pretender que el hombre caminase en un medio que, como sabemos, es casi ochocientas veces más denso que el aire. El inventor de este artefacto, en 1836, el alemán Augustus Siebe, no tomó en cuenta que en el mar casi todos los seres, salvo rarísimas excepciones, no andan sino que nadan en posición horizontal. Pretendió que el hombre, orgullosamente, siguiese caminando en las aguas como en la tierra.
Ciertamente, hacia falta mayor humildad; era necesario que el ser humano se inclinase ante las leyes inevitables que imperan en el mundo submarino. Cousteau entendió esta máxima y luego de múltiples experimentos creó el prototipo de su escafandra autónoma, que fue ensayada con éxito en plena Segunda Guerra Mundial, por lo que las pruebas las tuvo que efectuar en una recóndita caleta de la Costa Azul.
El secreto de esta escafandra, que desarrolló con la ayuda del ingeniero Emile Gagnan, consistía en un regulador que suministraba automáticamente aire al buzo a la presión ambiente. El aire procedía de tres botellas de acero colocadas en la espalda. El aparato se complementaba con una máscara de vidrio, estando colocada sobre ojos y nariz, y aletas de goma para los pies. En total el Aqua Lung pesaba 25 kilogramos.
A la primera inmersión invitó a dos camaradas de deportes subacuáticos, Philippe Tailliez y Frédéric Dumas, quienes se encargaron de atarle los cilindros a la espalda y agregaron alrededor de tres kilos de lastre a su cinturón.
La primera experiencia de buceo autónomo, la narra el propio investigador submarino francés: “Respiraba sin esfuerzo, suavemente, el aire. Había un ligero silbido al inhalar y un escaso ruido ondulante de burbujas al exhalar. El regulador estaba ajustando la presión precisamente conforme a mis necesidades… La arena se inclinaba en suave pendiente hacia un infinito de azul claro. Con los brazos colgando a cada lado, movía lánguidamente las aletas de los pies y me propulsé hacia abajo, ganando velocidad a medida que observaba desfilar tras de mí la playa.
“Alcancé el fondo sumamente excitado. Miré hacia arriba y pude ver la superficie, brillante como un espejo defectuoso… Nadé entre las rocas y me comparé favorablemente con los sargos. Nadar como un pez, es decir, horizontalmente. Era lo más lógico… Poderse detener para quedarse suspendido de nada, sin cuerdas o tubos que me uniesen a la superficie, constituía un verdadero sueño… Desde aquel día memorable nadaríamos recorriendo kilómetros de tierras desconocidas para el hombre, libres y horizontales, haciendo sentir a nuestra piel lo que sienten las escamas de los peces”.
En aquella primera zambullida, el entonces teniente de navío del Servicio de Inteligencia Naval Francés, se hundió hasta los 20 metros de profundidad. ¿Hasta dónde se iba a poder bajar con tan extraño artificio? En los meses y años que siguieron Cousteau y otros buceadores trataron de averiguarlo. Durante aquel primer excitante verano, Jacques-Yves y los suyos realizaron quinientas inmersiones con éxito, descendiendo a profundidades de entre dieciséis y treinta y tantos metros.
La oportunidad para empezar a determinar los límites del Aqua-Lung se presentó en el mismo 1943, durante el rodaje de una película sobre los restos del buque Dalton, que había naufragado en aguas de Marsella, en 1928. Los buzos llegaron hasta los 40 metros y regresaron a la superficie sanos y salvos.
En octubre del ’43 el desafío fue mayor: bajar a los 73 metros, récord que se proponía implantar Frédéric Dumas, quien describe así su experiencia: “Alcanzó el nudo puesto a los 31 metros. Mi cuerpo no se siente débil, pero no dejo de jadear… Tengo un extravagante sentido de beatitud. Estoy borracho, todo me importa un bledo. Me zumban los oídos y me sabe mal la boca. La corriente me hace vacilar, como si hubiera bebido en exceso. He olvidado a Jacques y a la gente que está en los botes. Siento los ojos fatigados. Me hundo más todavía, tratando de pensar en el fondo, pero no puedo.
“Voy a dormirme, pero me es imposible hacerlo con tal mareo. Hay un poco de luz en torno mío. Intento alcanzar el siguiente nudo, y fallo. Lo agarro de nuevo y me ato allí el cinturón. Subir le proporciona a uno la alegría de una burbuja. Se desvanece la sensación de borrachera. Estoy sobrio y enfurecido por haber fracasado en mi objetivo. Paso delante de Jacques y acelero hacia arriba”.
Dumas creía no haber descendido más allá de una treintena de metros, pero su cinturón apareció atado en el nudo que marcaba los 64 metros por debajo de la superficie. Aquel nadador francés acababa de descubrir otro de los peligros subacuáticos y algo tan funesto como la invasión de nitrógeno en sangre y tejidos.
Cousteau y su equipo denominaron el fenómeno como el éxtasis de las grandes profundidades. En la actualidad los buceadores de fondo utilizan una mezcla de helio y oxígeno, más que de nitrógeno y oxígeno, para prevenirse contra el éxtasis. Pero en 1943 estas honduras marinas eran territorio totalmente nuevo.
Terminada la conflagración mundial, Jacques estableció, en compañía de Dumas y Tailliez, el Grupo de Estudios e Investigaciones Submarinas, con base en Tolón. Para el verano de 1947, el asunto de la intoxicación por nitrógeno aún les fascinaba, por lo que se programaron una serie de inmersiones hasta los 90 metros. El propio Cousteau fue el primero en lanzarse. A los 60 metros –cuenta–, “saboreé el metálico gusto del nitrógeno comprimido e, instantánea y seriamente, me vi acometido del éxtasis”.
En una de las pequeñas pizarras para mensajes que colgaba a intervalos de la cuerda, garabateó: “El nitrógeno tiene un gusto asqueroso”.
Más tarde escribiría: “Apartado, pero junto a mí, en pie en flotación, estaba un hombre sonriente y confiado, mi segundo yo, perfectamente tranquilo, riendo sardónicamente a la vista del lamentable buceador aquél. A medida que fueron transcurriendo los segundos, el osado caballero en cuestión se puso a dirigirme y ordenó que soltara la cuerda y siguiera descendiendo”.
Cousteau se soltó hasta la última pizarra, a los 91 metros. Una vez allí garabateó su nombre, dejó caer el lastre y se disparó hacia la superficie. De esta manera se convirtió en el buzo que más profundo había llegado hasta entonces.
Luego, cinco miembros más de su grupo visitaron la pizarra abismal, pero ninguno fue capaz de escribir nada inteligible en ella a semejante profundidad.
Pasó aquel verano y el grupo programó otras inmersiones, que llegarían más allá de los cien metros. El primero en descender fue Mauricio Fargues. Fue bajando y bajando, mientras de rato en rato daba tirones a la cuerda para indicar que todo iba bien. De pronto, no se movió nada más. El encargado de la seguridad descendió a toda prisa, para reunirse con Fargues a los 46 metros. Cuando el socorrista y el buzo se reunieron la boquilla de que se servía Fargues pendía de su cuello. Estaba muerto.
Más tarde el grupo examinó las pizarras que colgaban de la sonda y encontró las iniciales del buceador garabateadas a una profundidad de 121 metros, esto es, treinta y tantos metros más que cualquiera de los otros miembros del equipo de Cousteau. Los compañeros de Fargues jamás volvieron a desafiar la embriaguez del fondo marino.
Con todo y este fatal accidente, el Aqua-Lung demostró sus bondades y al paso de los años el artificio creado por el recientemente fallecido Jacques-Yves Cousteau se ha ido perfeccionando y ahora miles y miles de personas alrededor del mundo pueden moverse como peces en el agua, ya sea por puro placer o bien para realizar investigaciones científicas en las profundidades de los océanos.
* Tomado de “Revista de Revistas”.
No. 4455, Agosto de 1997.
Ventaneando, Lunes 29 de Agosto de 2022.