Historiador.
Apodos de los presidentes de México en el siglo XX
DECIDIDO a dar el anuncio que acabaría con los rumores e imperturbable ante la avalancha de reporteros y fotógrafos que no dejaban de centellear sus flashes, el presidente del PRI, general Rodolfo Sánchez Taboada, hizo oficial el anuncio más esperado de aquellos días: la Momia será el candidato oficial a la presidencia para el sexenio 1952-1958.
Pasaba el mediodía de aquel 13 de octubre de 1951 cuando desde las instalaciones del cine Colonial terminaban las sospechas: el también Tío Coba, de 62 años, era ni más ni menos que el tapado del Sonrisas Colgate.
Cuentan que el exsecretario de Gobernación –a partir de ese día–, lo supo semanas atrás y que abrazó la noticia con la parsimonia y humildad que lo distinguían. Luego se fue a echar unos tacos a un expendio del centro capitalino y de ahí al cine Metropólitan, donde vio El mundo es mío con un par de amigos.
Meses después el Cintura Brava, como se le conocía a don Adolfo Ruiz Cortines en el Salón Villa del Mar del puerto jarocho debido a su talento para menearse al ritmo del danzón, asumía como presidente de México tras ganar más del 74 por ciento de los votos, reemplazando a partir del 1 de diciembre de 1952 al Cachorro de la Revolución, Miguel Alemán Valdés.
Ruiz Cortines también fue conocido como el Faquir en los prostíbulos en los que deambulaba cuando joven en su natal Veracruz y tiempo después denominado un “embrión de dandi porteño” por el muralista David Alfardo Siqueiros, lo que lo convierte quizá en uno de los mandatarios más apodados del siglo pasado.
Y así como don Adolfo y Alemán, el de la sonrisa imperecedera, prácticamente todos los presidentes mexicanos han tenido un apodo que resalte sus virtudes o defectos, alineándolos al culto que las masas conciben sobre ellos. Es incluso una tradición inherente a su quehacer político. Desde luego no todos salen bien librados y el vilipendio con que son calificados los ancla a una historia que es también la de la picardía mexicana, lo mismo halagadora que mordaz.
Por ejemplo, al abrir el siglo XX Porfirio Díaz pasó por varios apelativos: de ser el Héroe del 2 de Abril por su triunfo en Puebla ante los imperialistas con el que además recuperó esta ciudad, se convirtió en el Llorón de Icamole por su derrota en este territorio neoleonés en 1876. Ya en funciones presidenciales sus más allegados solían llamarlo el Chato.
Por su parte, al Apóstol de la Democracia o Mártir de la Revolución, Francisco I. Madero, no le iría del todo bien como mandamás del país y mucha saña hubo sobre su figura y específicamente sobre su baja estatura, inferior al 1.50 metros; la prensa lo nombraba el Presidente Pingüica o el Enano del Tapanco.
Después vino la tercia de jefes: Venustiano Carranza, el Primer Jefe; Adolfo de la Huerta, el Jefe Supremo, y Plutarco Elías Calles, el Jefe Máximo. Y entre ellos figuró el Manco de Celaya, Álvaro Obregón, así llamado desde que una bomba le mutiló el brazo derecho en la refriega de Celaya, en 1915.
Décadas después, el por millones querido Lázaro Tata Cárdenas no escapó de la mofa y fue apodado Trompapendécuaro, en alusión a sus labios. Su sucesor, Manuel Ávila Camacho, fue el Candidato de la Papada y luego el Presidente Caballero. Y tras Ruiz Cortines, vinieron Adolfo López Paseos, también llamado el Mangotas porque se decía que el sastre le dejaba las mangas de sus sacos largas para ocultar sus manos cortas, y Gustavo Díaz Ordaz con sus motes de Tribilín, Chango y varios más.
Desde luego que la lista continúa con los más actuales, pero eso será historia para otra ocasión. De esta manera, los pocos o muchos apodos de cada uno de nuestros presidentes seguirán evocando su recuerdo generación tras generación.
* Tomado de la revista mensual
“Relatos e Historias en México”,
>Año XI, No. 131; Agosto 2019.
Ventaneando, Viernes 26 de Julio de 2019.