Maestro en Diseño
Editorial, profesor e investigador en la Universidad A. de Coahuila.
Más allá del poeta suicida y del “Nocturno a Rosario”, a 145 años de su fallecimiento, la imagen de Manuel Acuña como fallido amante trágico y una equívoca dedicatoria siguen opacando su inmensa estatura de poeta. Pero ahora aparece su verdadero rostro…
LA relación de Saltillo con Manuel Acuña (1849-1873) es contradictoria. Poeta de una inmensa popularidad, en la capital coahuilense, su ciudad natal, es recitado a medias: su blasón más alto es aquel que le adjudica un poema y un suicidio debido a supuesto amor contrariado.
Se le cita como uno de nuestros más grandes autores. El premio de poesía en México con el mayor monto económico lleva su nombre, pero muchos lo seguimos leyendo poco y mal. Y no es por inaccesible, escaso u oscuro; la obra de Acuña ahí está. En ediciones venales, de lujo o en internet puede encontrarse casi la totalidad de sus versos: desde su consabido Nocturno –que no a Rosario–, hasta lo que quizá sea su testamento literario, el extraño poema medio en prosa medio en verso titulado Nada sobre nada –“El hombre es un ser para la nada”, coincidió décadas después el filósofo francés Jean-Paul Sartre–, escrito a escasos siete meses de su suicidio y donde en un inusitado estilo satírico hace una especie de corte de caja, un saldo donde “renuncia” a la poesía.
Hace pocos años, a propósito de su 140 aniversario luctuoso, el gobierno de Coahuila publicó un par de volúmenes de sus escritos. En los estudios críticos que buscan abordar su obra, al autor de Ante un cadáver se le señala como “torpe”, “desafortunado” y “cursi”.
Muchos autores contemporáneos siguen viendo a Acuña con cierta condescendencia, mientras que a otros les parece arcaico, demodé, rebasado. Y, sin embargo, hay efigies, homenajes, publicaciones, encuentros “internacionales” de poetas en su honor.
MASCARAS
Lo cierto es que a casi siglo y medio de su meteórica y frágil carrera literaria, ningún autor coahuilense ha triunfado como el ex vecino de la calle de Allende, en el centro de la norteña ciudad de Saltillo. Nadie en la frontera de sus veinte años fue hasta la capital del país con apenas una muda de ropa a comerse la vida a puños. Nadie ha estrenado su primera obra con un éxito arrasador de la crítica y el público.
Sin embargo, de ese Acuña, que se ganó la admiración de los círculos intelectuales de Ciudad de México y que descendió en pocos meses a los abismos de la desesperación y la miseria, en realidad conocemos muy poco. Nos quedaron sus versos y el testimonio de personajes cercanos como los intelectuales Ignacio Ramírez el Nigromante o Juan de Dios Peza. Incluso su sepelio multitudinario quedó lejos de nosotros.
Sus restos volvieron a Coahuila hasta 1918. Y de ahí en adelante, para la posteridad, la imagen de Acuña es un rostro largo y adusto, un ceño melancólico y unos ojos inmensos, rasgos de un hombre que aparece mucho mayor que sus escasos veinticuatro años. Una melena desbaratada y un bigote fuerte que esconde a medias una boca compungida terminan su retrato.
La efigie de Acuña en nuestro imaginario se desprende de muchas fuentes; entre ellas la más persistente: el grabado incluido en una de sus primeras antologías: Poesías, impreso en París por la librería de Garnier Hermanos, en 1890. De esa imagen se desprendieron muchas versiones posteriores, resumidas o deformadas.
Con el tiempo, ese retrato se impuso: desde el famosísimo mármol de Jesús F. Contreras, galardonado en la Exposición Universal de París de 1889 y que ahora permanece en la Plaza Manuel Acuña de Saltillo, donde arropado bajo el resguardo de un ángel, con su mano como visera, el poeta pareciera auscultar el más allá; hasta la escultura en metal frente al Teatro de la Ciudad Fernando Soler, encargada por el ex gobernador coahuilense Óscar Flores Tapia al artista Cuauhtémoc Zamudio.
EL ENCUENTRO
Fue hace meses. El poeta Víctor Palomo, uno de los más profundos conocedores de la vida y obra de Acuña, dio con el hallazgo. Venía preparando desde muchos años atrás un serio estudio acerca de la circunstancia histórica del autor. Él fue quien me mostró la imagen: la única foto en la vida adulta de Manuel Acuña Narro, un retrato hecho en Ciudad de México hacia 1869 por un autor anónimo. El saltillense estaba recién llegado, probablemente en el filo de los veinte años. Aún no perdía a su padre, cuya muerte en 1871 complicaría para siempre su destino.
Es una imagen en sepia de un hombre joven de rostro alargado. Sus ojos son grandes; la expresión de su mirada es atenta, reconcentrada. Sus cejas son también amplias, gruesas. Está vestido de manera formal, con saco y corbata. Su bigote y su barba son breves; está peinado de lado. Aunque su cabelle no es lacio, tampoco es rizado. Sus orejas son grandes y echa ligeramente el cuerpo hacia atrás. Su silueta si difumina en un óvalo suave. Hay cierta rigidez, formalidad, pero la luz de esos grandes ojos parece inquirirlo todo, devorarlo todo.
La fotografía está incluida en el libro Manuel Acuña, un estudio poco conocido publicado a mediados de los setenta del siglo pasado, en una edición casi de autor a cargo del historiador hidalguense José Farías Galindo, quien estuvo interesado en temas de divulgación y se ocupó también de figuras históricas como el emperador mexica Cuauhtémoc o el pintor zacatecano Francisco Goitia.
Aunque con algunas inexactitudes, el volumen de Farías Galindo vale por la recuperación de la fotografía que el poeta se había mandado hacer para enviarla a su madre en Saltillo. Una imagen que recupera la memoria del poeta Juan de Dios Peza, su contemporáneo y amigo:
“Nosotros recogíamos con cuidado fraternal cada periódico en que aparecían sus versos, guardábamos los párrafos en que lo elogiaban y nos sentíamos felices con mirarle recibir cartas de su hogar lejano, y después de leerlas, besar la firma de su madre diciendo: ‘¡Hace muchos años que no la veo! ¡Pobrecita! Ya solo me conoce en retrato’.. ”.
El escritor José Emilio Pacheco, uno de los principales desmitificadores del saltillense y quien rescató su poema A Laura (dedicado a Laura Méndez, la madre de su pequeña hijo que moriría a los pocos meses de nacido) en su antología La poesía mexicana del siglo XIX (1965), fue clarísimo: “El cianuro fue también la tinta con que la posteridad leyó a Acuña y su Nocturno”.
El saltillense es mucho más que un suicida. Leamos entonces al veinteañero filósofo, al desesperado y positivista, al católico, al satírico, al que anticipó al modernismo en las formas y al existencialismo en las ideas, al precursor incluso del inmenso Ramón López Velarde y hasta del travieso –y obscenísimo–, Renato Leduc, al admirado por el duro crítico español Marcelino Menéndez Pelayo y por el pensador cubano José Martí.
Tenemos para nosotros su obra, y ahora sí lo conocemos en retrato.
* Tomado de la revista mensual
“Historias y Relatos en México”,
Año X, No. 119; Jul-Ago 2018.
Ventaneando, Lunes 23 de Julio de 2018.