ROBERTO Freson, autor de las fotografías que engalanan el libro “El Sabor de Francia”, asienta en la introducción que “muchos de nuestros recuerdos favoritos, en especial los de los viajes, se asocian con los alimentos… En Francia, la comida se considera uno de los principales placeres de la vida, y cualquiera que haya pasado algún tiempo allá percibe el cuidado y la atención, las tradiciones y ceremonias que rodean los cultivos y su venta, así como la preparación de los alimentos”.
No resulta fortuito que haya sido un francés, altamente entendido en la materia gastronómica, quien acuñó el vocablo gastronomadismo. Este neologismo fue creado por Maurice-Edmond Sailland (quien hizo famoso su seudónimo de Curnonsky), llamado por sus contemporáneos “el príncipe de los gastrónomos”. Dicho término, gastronomadismo, se aplica al gastrónomo viajero, aquel que une el placer de viajar con el de saborear nuevos platillos.
Esta deleitable actividad, la de visitar otras ciudades, otros países, o simplemente lugares distintos a los de nuestra residencia habitual, nos permite adentrarnos en el conocimiento –y por supuesto en la degustación–, de otros guisos, de manjares diferentes a los que estamos acostumbrados cotidianamente, y es entonces cuando estamos más propensos a que nuestras aficiones alimenticias se aproximen a la definición de “gourmet”, hecha por Jean-Anthelme Brillat Savarin: “El gastrónomo entendido en vinos y licores, el que aprecia la buena mesa”.
Viajar es una actividad en extremo lúdica, que permite a quien la realiza sumergirse gozoso en hábitos y costumbres diferentes de los que usualmente le son comunes. Cuando visitamos otros sitios, como paseantes de fin de semana o bien como viajeros de estancia más prolongada, lo mismo en nuestro país que en otros, allende las fronteras patrias, estamos ávidos de conocer los rincones más interesantes, turísticamente hablando. Y al pensar en las comidas que haremos en esas ciudades o poblaciones, es indudable que deseamos satisfacer nuestro apetito –exacerbado entonces por los paseos y recorridos efectuados–, con las especialidades culinarias propias de la región donde nos encontramos.
Francia es, de manera innegable, la meca de la alta cocina en el mundo. Cuando un turista visita París, o bien cualquier otra urbe francesa, lleva siempre el deseo de paladear los platillos característicos de tan sofisticada y refinada cocina. La Ciudad Luz es el súmum del arte coquinario galo, pues allí es posible hallar restaurantes (lo mismo los de mayor postín que agradables bistrós, donde una comida o una cena constituyen siempre una gratísima aventura gastronómica, en la cual no deben faltar los espléndidos vinos franceses) que brindan al comensal los guisos típicos de las catorce grandes regiones de Francia.
Y cuando digo Francia cabe idéntica consideración de España, Italia, Portugal, Alemania, Grecia y Gran Bretaña, ya que estos países poseen ancestral cocina, configurada por las manifestaciones culinarias regionales propias de estas naciones europeas, que ofrecen al viajero el sibarítico placer de reparar las fuerzas perdidas en los paseos turísticos con suculentas manducatorias y estimulantes vinos.
Lo que líneas arriba he esbozado en forma por demás breve, tiene cabal aplicación para el turismo en México. La cocina mexicana es el feliz maridaje de muy variadas expresiones coquinarias. El arte culinario nacional, por muchos considerado –con todo tino–, el tercero en el mundo, después del de China y de Francia, es resultado de la sápida combinación de aromas y sabores de plural procedencia: la cocina española, con acentuada influencia arábiga, se fundió con la prehispánica, dando origen a una singular forma de aderezar los alimentos, cuando ingredientes llegados a la metrópoli hispana se combinaron con elementos autóctonos, a los que más tarde se habrían de agregar aquellos de las cocinas africana y asiática, pues no hay que olvidar las influencias aportadas por los esclavos negros y las que llegaron con el “Galeón de Manila”, formidable vía de comunicación náutica que durante doscientos cincuenta años enlazó el puerto de Acapulco con la capital del archipiélago de Filipinas.
Mejor conocido como la “Nao de la China”, ese sistema de navegación transpacífico permitió la llegada a la entonces Nueva España (la colonia más próspera y floreciente de la corona de España en América) de marcadas influencias asiáticas, entre las que las culinarias no eran las menos importantes.
Integrada armónicamente en su vasta complejidad, la cocina mexicana tiene mucho que brindar a los turistas que visitan nuestro país. Lo mismo si el viajero se halla en la ciudad de México, la urbe más poblada del planeta, que en cualquiera otra población de la provincia, encontrará para su delite palatal un sin fin de guisos de acentuada sabrositud. Si recorre la ciudad de Puebla conocerá la apetitosidad de los chiles en nogada, una de las excelencias más renombradas de la barroca cocina angelopolitana. Si acaso visita el estado de Oaxaca podrá conocer la exquisitez de múltiples opciones gastronómicas, principalmente los apetitosos moles, entre los cuales el negro, el amarillo y el coloradito son guisos de notoria suculencia.
Yucatán es una entidad privilegiada en nuestro país desde el punto de vista turístico. Sus numerosas zonas arqueológicas hacen de esta fascinante entidad un verdadero paraíso para el aficionado a la historia antigua de México. Y por lo que concierne a la gastronomía, la cocina peninsular es, para mi gusto junto con la de Oaxaca, la más deliciosa de nuestro país. Los papadzules, el poc chuc, el escabeche oriental, la cochinita pibil, el relleno negro y el chocolomo son algunos, en muchos otros, de los manjares clásicos de la magnífica cocina yucateca.
México tiene, para fortuna nuestra, muchísimo que ofrecer a los turistas venidos de los cuatro puntos cardinales. Su esplendoroso pasado prehispánico y su sorprendente legado artístico de la etapa colonial, configuran poderosos atractivos para los viajeros deseosos de conocer una nación en extremo cautivante.
Recordemos que Pablo Neruda, Premio Nobel de Literatura, señaló que México era “el último país mágico”. Basados en esta certera expresión sorprendamos a los turistas con sápido deleite de la gastronomía nacional, presentada de la manera más digna y exquisita, para que al retornar a sus lugares de origen puedan recordar, entre los múltiples atractivos que aquí disfrutaron, el gran placer que su paladar recibió al degustar los sabores de nuestra cocina, una manifestación cultural que se saborea de “manteles largos”.
* Tomado de Revista de Revistas.
No. 4461, México; Febrero de 1998.
Ventaneando, Viernes 26 de Febrero de 2021.