Historiador*
DIMES Y DIRETES SOBRE UNA CENTENARIA COSTUMBRE
SI algo ha levantado una profunda crispación social en distintos entornos, pero también gozado de una extendida aceptación, ha sido el consumo de alcohol, sobre todo por su relación con ocasiones celebratorias y festivas, o simplemente como mecanismo de socialización.
Decretos y leyes desde las tribunas políticas, condena moral tras el púlpito, discusiones y dramas en las mesas familiares, estudios investidos de rigor científico, plumas en la prensa y más han intentado aminorarlo, condenarlo y hasta erradicarlo al considerarlo “una lacra social”, como ocurrió en la segunda mitad del siglo XIX mexicano, aunque generalmente sin éxito.
Pero entre sus consecuencias, el colmo para muchas de estas voces fue el arraigo del popular San Lunes, siempre misericordioso para los crudos.
En esta misma época –incluso desde tiempos novohispanos–, ser borracho fue sinónimo de vagancia, ocio o conflicto, tanto a nivel familiar como comunitario. Habitual fue también la presencia de centros de consumo de bebidas embriagantes alrededor de los lugares de trabajo. De ahí que, tanto para los cercanos como para los empleadores, el alcohol fue un conflicto constante.
Aunado a ello, solía estimarse que las personas bajo el influjo del trago protagonizarían conductas inconvenientes para la moral pública, estuvieran o no dentro de estos espacios de sociabilidad. Pero, por otra parte, la producción de bebidas embriagantes no cejaba, al igual que la presencia de dichos lugares cuya propagación dificultó su vigilancia y regulación. Afectaba también la condición simbólica o identitaria de algunas bebidas estimulantes consideradas típicas en algunas regiones.
Hacia la segunda mitad del siglo XIX, con el auge del industrialismo y las implicaciones sociales, culturales y legales que produjo, más la acumulación de condiciones favorables para el consumo de alcohol en México en las antes mencionadas, el San Lunes iba encontrando los resquicios para reafirmarse como una práctica recurrente.
Así las cosas, para quienes eran los dueños, el faltar a su negocio uno que otro lunes después de un fin de semana de juerga bien pudo suponer la pérdida de la ganancia en el que para algunos era la jornada laboral más importante de la semana, aunque para otros solo quedó en la costumbre de que ese día el susodicho no estaba disponible para recibir a los clientes, empleados o proveedores.
Pero para quienes respondían a las órdenes de un superior, en un tiempo en el que no todos los contratos laborales se regían ya por acuerdos de palabra o por los usos y costumbres, sino por leyes y sanciones, el problema escalaba porque implicaba desde la desobediencia de los subordinados, hasta el entorpecimiento de las actividades productivas, pasando incluso por el rechazo a la sujeción laboral, la inconformidad ante las condiciones laborales o la manifestación de una cierta “libertad” frente al control normativo de los patrones.
Hubo también obreros y albañiles cuya jornada de trabajo se extendía más allá del viernes, por lo que el tiempo que les quedaba para ponerse cuetes era el resto del fin de semana, quedando indispuestos y perezosos frente a sus responsabilidades.
Por esto y más es que el San Lunes no solo era falta de apego al trabajo este día y contó lo mismo con detractores que con simpatizantes. Por ejemplo, en su tomo dedicado a la vida social durante el Porfiriato, el historiador Moisés González Navarro refiere que el periodista católico Trinidad Sánchez Santos aduce que el combate a esta costumbre debía ser algo prioritario, por ser “esa vagancia obligatoria, especie de institución báquica, criada por ese desorden gástrico a que los ebrios mexicanos llaman crudez, y crecida al abrigo de la debilidad de los patrones, y el abuso de nuestras libérrimas leyes, institución que es el núcleo del alcoholismo en México y que tiene por total reglamento el despilfarro en un día de todo el producto del mezquino y macilento trabajo de la semana”.
El sentido del humor tampoco fue excepción cuando se trataba de hablar de este “día de descanso” en el que los empleados también aprovechaban para compartir lo vivido y holgazanear –como se llegó a señalar en la prensa o entre los patrones–, en detrimento de la productividad. De ello, basta mencionar el “San Lunes”, un semanario que en octubre de 1907 se presentaba ante sus lectores como una publicación que en su cabezal hacía honor “al nombre del día de la semana más celebrado en México; el día de nuestra gran huelga familiar; el día en el que ni las gallinas ponen, ni los alacranes pisan; el día principio y fin de la semana; el día consagrado a Baco, a Momo y a Marte: la embriaguez, la locura y la riña”.
En este mismo tenor, fue el célebre Guillermo Prieto quien también nos recordó esta costumbre de enero a mayo de 1879, cuando publicó en ‘La Colonia Española’ su columna el “San Lunes de Fidel”, en la que pintaba algunos cuadros de costumbres de la época.
El recuento de anécdotas, opiniones enfrentadas y curiosas referencias en torno a esta costumbre de raigambre decimonónico que también existió en Chile, Francia, Inglaterra y otras muchas naciones –en las que por cierto mejor se decidió que la jornada laboral semanal empezara el lunes en la tarde o de plano el martes; en otras ni siquiera se tiraban periódicos–, es interminable, al igual que las diferencias entre los implicados que ocasiona.
Lo cierto es que al paso de las décadas la costumbre del San Lunes se fue apagando, aunque quizá sin extinguirse por completo. ¿O sí?
* Tomado de la revista mensual
“Relatos e Historias en México”.
Año XIV, No. 162; Abril de 2022.
Ventaneando, Reynosa, Lunes 16 de Mayo de 2022.