La Revolución se atravesó en los planes de construcción de este magnífico palacio ideado durante el gobierno de Porfirio Díaz, el cual se abrió al público hasta 1934. Pero no para sustituir al viejo Teatro Nacional de la aristocracia porfiriana, sino como centro de las manifestaciones artísticas más diversas, articuladas en lo que en esa época podía llamarse arte mexicano.
EN 1904, sobre los terrenos que había ocupado el convento de Santa Isabel, comenzó la construcción de lo que sería el Gran Teatro Nacional, ilusión cumplida de toda una generación de mexicanos que se sentían instalados de lleno en el mundo de la Belle Époque que tantos lujos exigía.
Así, después de que en febrero de 1901 se echara por tierra el Teatro Nacional –obra maestra del arquitecto Lorenzo de la Hidalga, inaugurada en febrero de 1844 y cuyo pórtico magnífico de columnas griegas era el detalle perfecto de la calle de Vergara–, se dio paso a la ampliación de la avenida que llevaría por nombre 5 de Mayo, la cual sería la ruta directa para los elegantes carruajes que accedieran al nuevo recinto de la élite porfiriana, cuya edificación correría a cargo del italiano Adamo Boari.
Muchos fueron los que lamentaron aquel acto de destrucción ordenado por un gobierno que, como tantos otros a lo largo de la historia de México, había decidido acabar con el pasado grabado en muros de piedra centenarios, para dejar su huella borrando la historia de la memoria colectiva.
Así describía José Juan Tablada, desde las páginas de El Mundo Ilustrado, aquel instante de la desaparición del recinto inaugurado durante uno de los gobiernos dictatoriales de Antonio López de Santa Anna: