EL 15 de mayo de 2012, al encender mi teléfono después de un acto en la Casa de América de Cataluña, me di cuenta de que tenía varias llamadas perdidas de varios números distintos, y antes de que pudiera averiguar qué había ocurrido se me acercó una periodista –me asaltó, diré con más justicia–, para pedirme un comentario sobre la muerte de Carlos Fuentes.