DESDE que se firmó, hace 25 años, el Tratado de Libre Comercio (TLC) entre México, Canadá y los Estados Unidos de América significó un ambicioso acuerdo (con visión de mediano y largo plazo) entre grandes consorcios. Inclusive, como lo señalaron desde entonces los expertos, se trató de un arreglo entre los monopolios y empresarios de la globalización.
Fuera del TLC quedaron los intereses de ejidatarios, indígenas comuneros y los genéricamente llamados parvifundistas, productores agrícolas en pequeño agrupados en las llamadas sociedades de solidaridad social (con ironía perversa, en la ley correspondiente señalaron beneficios a las “personas que tengan derecho al trabajo”), para cuya constitución el genio legislador del partido en el poder puso en su momento requisitos típicos del autoritarismo burocrático controlador: