Vertiginosa revisión al nacimiento de la canción popular mexicana, en donde se descubre que, a pesar de nuestro destino jacarandoso y festivo, también de dolor se canta…
POR su riqueza y originalidad, la canción popular mexicana ha sido reconocida en el mundo entero como una de las principales aportaciones de la lírica universal. Piezas como “Granada”, “Solamente una vez”, “Perfidia”, “Frenesí”, “Bésame mucho” y “Vereda tropical” todavía hoy se cantan en las regiones más apartadas del planeta, en idiomas tan ajenos al nuestro como el somalí o el mandarín, muchas veces sin saber que su origen es mexicano. Y, por el contrario, en nuestro país consideramos como nuestras melodías que llegaron de otros lares y se integraron a nuestra expresión.
Ello significa que, en asuntos de arte, no existen fronteras ni nacionalismos: las creaciones trascendentes son patrimonio de la humanidad y todas las influencias son no sólo justificadas, sino bienvenidas.
Los géneros musicales más ‘mexicanos’ que se han desarrollado en nuestra patria, han surgido gracias al sano contacto que se ha establecido con otras idiosincracias. Los corridos, “jarabes”, sones regionales, canciones rancheras y norteñas, valses, boleros y ritmos bailables tomaron cuerpo y nacionalidad gracias a la influencia de países como España, Inglaterra, Polonia, Alemania, Austria, Cuba, Puerto Rico, Estados Unidos, Colombia, Francia, Italia, Brasil, Arabia y naciones de África, por mencionar a algunos de los que directamente forjaron la expresión musical de nuestro pueblo.
Muchos investigadores coinciden en que “La paloma”, del español Sebastián Iradier y “Las golondrinas”, del veracruzano Narciso Serradel Sevilla bien podrían marcar el inicio de la moderna canción popular mexicana. Pero también es necesario tomar en cuenta “Mamá Carlota”, que con una base musical española fue compuesta con letra del general y escritor Vicente Riva Palacio.
“La paloma” y “Mamá Carlota” surgieron en la época del Imperio de Maximiliano de Habsburgo y señalan el inicio y el final de esa etapa política: con esta primera canción –cuenta la leyenda–, se recibió a la emperatriz Carlota en el puerto de Veracruz, pues con sus notas llegó a Cuba y quedó fascinada: “Cuando salí de La Habana, válgame Dios…” Con la segunda (“Adiós, mamá Carlota, adiós mi tierno amor”), se erigió el himno chinaco para tomar prisionero a Maximiliano y fusilarlo allá en Querétaro.
Por esos años, junto con las romanzas, valses, polcas y marchas compuestos por los músicos académicos, circuló entre la gleba una forma creativa que nos llegó vía los españoles y los árabes: el corrido, que gozó de tanta fama como el vals, éste impulsado sobre todo desde los ámbitos porfiristas.
Llegado de París y Viena, el vals tomó sangre en nuestro país y se convirtió en un ritmo que nada tenía que ver con su origen. Los compositores mexicanos modificaron el “tempo”, la estructura melódica y el sabor, lo engarzaron con otros ritmos ya arraigados en nuestra tierra y apareció un género original, con muy poca ligazón europea: el vals mexicano.
Autores como Macedonio Alcalá, Juventino Rosas, Ricardo Castro, Felipe Villanueva, Gustavo E. Campa, Carlos J. Meneses, Ignacio Quezadas y Juan Hernández Acevedo abrieron las puerta a la europeización musical y dejaron su huella en las canciones y bailes que se ejecutaban en todos los estratos sociales.
Sin embargo, la música vernácula –aunque mal vista en las altas esferas sociales–, seguía su desarrollo. En lugar de reducirse, tomaba carácter con los estilos que llegaban de Europa.
Miguel Lerdo de Tejada (“Perjura”), Alfredo Carrasco (“El adiós”), Arturo Tolentino (“Ojos de juventud”), Arcadio Zúñiga (“La barca de oro”), Quirino Mendoza (“Cielito lindo”, “Jesusita en Chihuahua”) y hasta Manuel M. Ponce (el padre del nacionalismo musical), retomaron la corriente extranjera y apuntalaron con ella el crecimiento de la música nacional.
Las canciones que interpretaba y bailaba el pueblo se remontan, de modo concreto, a mediados del siglo XIX. Por supuesto, también responden a una clara influencia de ritmos extranjeros. El huapango, el son, la sandunga, la jarana yucateca, el jarabe, la pirecua, la valona definieron su personalidad y hasta su nacimiento con la simbiosis de la música foránea, especialmente española, y los ritmos nativos. Varios de estos ejemplos están situados en la época colonial, como es el caso de la valona, antecedente del corrido, y que hoy se interpreta en algunas zonas de Guerrero y Michoacán, sobre todo en Tierra Caliente.
La conocida como música norteña tomó forma durante el siglo XIX, al amparo de instrumentaciones y estructuras generalmente de Estados Unidos de Norteaméria. Cuando este país se apoderó de gran parte del territorio mexicano (Nuevo México, California norte y Texas), los intervencionistas estadounidenses, polacos, alemanes y suizos transmitieron sus ritmos e instrumentos a los estados de Nuevo León, Coahuila, Chihuahua, Sonora y Sinaloa, quienes asimilaron la polka y la redova, mezclándolas con el corrido, de antecedente hispano.
Y entrado el siglo XX, la música popular mexicana accedió al período de mayor auge que ha vivido, hasta culminar en lo que se ha llamado “Epoca de oro de la canción mexicana”.
Aún se escuchaban las últimas detonaciones de la Revolución mexicana. Rejego, el país al fin admitía ingresar en la era de la pacificación. Los aires populares (corridos, canciones y estrofas revolucionarias, romanzas campiranas) dominaban el ambiente musical y, no obstante, la influencia extranjerizante todavía otorgaba “status” en las clases altas.
Desde la Presidencia de la República, el general Álvaro Obregón intentaba darle un rostro nuevo al desmoronado país y una de esas facetas fue encomendada a su “brazo cultural”, el secretario de Educación Pública, José Vasconcelos.
El proyecto nacionalista invadió todos los rincones del quehacer cultural: la pintura, la literatura, el sistema educativo y editorial, las costumbres sociales y la música volvieron la mirada hacia nuestras raíces y, sin despreciar las aportaciones de fuera, hurgaron en nuestra propia identidad.
El principal impulsor del nacionalismo musical fue Manuel María Ponce, un dotado compositor e investigador que desde su infancia se interesó en las canciones populares que escuchaba en Aguascalientes, ciudad a la que lo llevaron casi recién nacido en Fresnillo, Zacatecas.
Tras estudiar en Aguascalientes y la ciudad de México, Ponce viajó a Italia, Nueva York, Cuba, París y otras ciudades, en donde reconoció que los orígenes rurales de la música mexicana podrían ofrecer una expresión al rumbo nacional mexicano. Así, fundó en el Conservatorio la cátedra de música folclórica, al tiempo que recorría el país exhumando partituras, transcribiendo canciones, completando el arreglo de algunas melodías, tales como “A la orilla de un palmar”, “Rayando el sol”, “Alevántate” y “Marchita el alma”; componiendo su propia producción, como “Estrellita”, “Lejos de ti”, y música para orquesta sinfónica y de cámara.
A la labor de Ponce se le unieron enseguida autores como Mario Talavera, Ignacio Fernández Esperón (“Tata Nacho”), Alfonso Esparza Oteo, Miguel Lerdo de Tejada, así como los músicos y poetas que formalizaron la naciente Trova Yucateca, con letristas como Antonio Mediz Bolio, Ricardo López Méndez y Luis Rosado Vega, y melodistas como Ricardo Palmerín y Guty Cárdenas.
Y entonces la música mexicana tomó cuerpo y empezó a recorrer todos los pueblos, lentamente. Pero se necesitaban alas para que llegara más rápidamente a todos los rincones del país. Y entonces apareció la radiodifusión masiva.
Aunque desde los albores de los años veinte ya funcionaban estaciones como la C.Y.X., la C.Y.L. y la Casa del Radio, este nuevo medio de comunicación cobró popularidad gracias a los trabajos de la difusora “El buen tono”, que en 1929 cambió sus siglas a XEB y, principalmente, merced al surgimiento de la XEW, una de las más potentes transmisoras de Latinoamérica, que desde 1930 fue la encargada de normar el gusto musical de un enorme auditorio.
Y entonces compositores, intérpretes, grupos musicales alcanzaron una popularidad inusitada. La canción llegó a un desarrollo tal que su influencia rebasó las fronteras. Las piezas mexicanas se cantaban lo mismo en Estados Unidos que Argentina, en Cuba que en Venezuela. Pero también la música de otros países nutría nuestra creatividad. Llegaron a México intérpretes y compositores extranjeros, que además de hacer carrera aquí forjaron todo un esstilo de crear y cantar.
Aunque la difusión musical respondía fundamentalmente a requerimientos comerciales, empresarios, productores y artistas se esforzaban por ofrecer obras de calidad. Músicos, letristas, arreglistas, cantantes, orquestas y conjuntos estaban más preocupados por un buen trabajo que por ganar unos pesos.
Así se conformó la “Epoca de oro de la canción mexicana”. Agustín Lara, Gonzalo Curiel, Jorge del Moral, Guty Cárdenas, María Grever, Tata Nacho, Talavera, Esparza Oteo, Manuel M. Ponce, Palmerín, Pepe Guizar, José Alfredo Jiménez, Lorenzo Barcelata, José Agustín Ramírez, Manuel Esperón, Gabriel Ruiz, Joaquín Pardavé, Miguel Ángel Pazos, Francisco Gabilondo Soler, Luis Alcaraz y muchísimos otros autores dejaron constancia de que la música mexicana es, sí, un buen negocio, pero también un vehículo para ofrecer al pueblo cultura y formación sentimental, sin necesidad de explotar la chabacanería y el mal gusto.
Convengamos en que la “época de oro” llegó a su fin en los años cuarenta, poco antes de la aparición de la televisión. No obstante, los compositores siguieron nutriendo la música popular, especialmente en el género del bolero. Y aparecieron obras de Consuelo Velázquez, Álvaro Carrillo, Miguel Pous, Miguel Prado, Luis Demetrio, Roberto Cantoral, Federico Baena, Los Panchos, Rubén Fuentes, Güicho Cisneros, Claudio Estrada, Alfredo Núñez de Borbón, Emma Elena Valdelamar y varios más, cuyo ciclo cerró Armando Manzanero.
Ya en los años cincuenta y décadas posteriores con la influencia de Italia, España y Francia prevalece la balada, con una estructura musical más simple y un contenido letrístico de mayor sencillez, que cae en ocasiones en la bobería musical, auspiciada por el excesivo mercantilismo de quienes negocian con las canciones y la moda.
Lo cierto es que –sin llevar flores a la tumba, sin exhumar piezas cadavéricas–, la música mexicana está viva, gusta al pueblo de México y jamás dejará de influir la creatividad popular.
Hay demasiada historia en el espíritu como para dejarla hundida en una caja registradora.
* Tomado de la revista bimestral
“Nosotros Los Petroleros”,
Año XII, No 112; Ene-Feb 1991.
Ventaneando, Lunes 28 de Octubre de 2019.