NOTA DE REDACCIÓN: Este artículo fue escrito cuan
el autor titulaba la SSA, en el sexenio 1994-2000, cargo al
que renunció en 1999 al ser nombrado rector de la UNAM.
LA arquitectura y las artes, en general, han sido a lo largo de los siglos uno de los mejores medios que las naciones han encontrado para labrarse una imagen de sí mismas. México es, en este contexto, de una riqueza excepcional. Un período particularmente fecundo para nuestra cultura moderna es el que se inició en la década de 1920. En aquellos años nuestro país se expresó ante el mundo como una cultura plenamente contemporánea con un sólido compromiso social y, al mismo tiempo, firmemente arraigado en una larga tradición de arte nacional.
Carlos Obregón Santacilia, arquitecto de refinada formación académica y dedicado a desempeñar una función relevante en la reconstrucción del país, recibió en aquel entonces algunos de los encargos más significativos del momento. Primero fue el Conjunto Escolar Benito Juárez (1923-1925), expresión de la política educativa concebida por José Vasconcelos, quien intentaba adaptar a las necesidades del siglo XX la herencia arquitectónica del período colonial.
Posteriormente, fue la ampliación y la remodelación interior del edificio destinado a albergar a la institución financiera de la nación creada por Plutarco Elías Calles: el Banco de México (1925-1927). Es ahí donde Obregón Santacilia adopta, por primera vez, el lenguaje decorativo más internacional que era posible concebir en aquellos días, el art déco, lanzado en Paris en 1925. Un poco después, también por iniciativa del Presidente Calles, tocó el turno al edificio de la actual Secretaría de Salud, concluido en 1929.
En esta obra, Obregón Santacilia pudo conciliar los dos caminos que previamente había intentado. Este es el proyecto en el que expresa los lenguajes, en afortunada síntesis, de la tradición nacional y de la modernidad internacional. Es así como el edificio de la Secretaría de Salud se constituye en el primer ejemplo de una arquitectura inequívocamente mexicana y contemporánea a la vez, lo que le confiere un lugar singular en nuestra historia del arte.
Sus corredores, con arcos vistos desde el interior, evocan las construcciones porticadas del periodo colonial, pero sin imitarlas; los audaces puentes metálicos recordaban a los mexicanos de esa época que sólo con la ciencia y la tecnología modernas sería posible enfrentar exitosamente los retos de la nación, incluido el de la salud.
Destaca, además, la unión del talento de su arquitecto con el de uno de los mayores artistas mexicanos de todos los tiempos: Diego Rivera, autor de los espléndidos murales de la sala de juntas (actualmente Sala Bernardo Sepúlveda) y de los diseños de los vitrales de las escaleras. Otros artistas contribuyeron a enriquecer el proyecto: el escultor Manuel Centurión y el orfebre estadunidense William Spratling.
Rescatado recientemente el esplendor de la Sala Bernardo Sepúlveda y restauradas otras áreas, el edificio de la Secretaría de Salud forma parte importante del legado cultural de nuestro país.
Todos aquellos que contribuyeron a la creación de esta magnífica obra arquitectónica caen, inevitablemente –pero quizá por su propia voluntad–, en los grandes contrastes que han marcado nuestra realidad mexicana en sus diversas facetas. A la reciedumbre y pesadez de las estructuras propias de las oficinas públicas de los Estados modernos europeos se incorpora un íntimo patio central, concepto español heredado de la más antigua tradición romana que da al edificio un ambiente cálido, protector e, inclusive, privado. A la obra de plomo y vidrio de Rivera –émulo de Hesiodo en su obra “Los trabajos y los días”–, se añade el sutil encanto de la desnudez femenina de la Sala Sepúlveda. El recio trabajo de metal de Spratling está hecho, sin embargo, en el metal rojo, el cobre, que añade calor a la dureza del edificio.
Pero es el tiempo, sobre todo, el que nos confronta con los mayores contrastes. En aquellos años esta era la sede, la gran y única sede de la institución encargada de procurar salud a los mexicanos. Éramos entonces dieciséis millones; hoy somos casi cien. El número de inmuebles de la Secretaría de Salud llegó, con el tiempo, a cerca de ocho mil. En ellos laboran más de 140 mil trabajadores.
En buena hora, hubo que desbordar estos egregios muros. Fue la respuesta a las exigencias de una sociedad demandante de servicios, ya fuera por su crecimiento natural o bien por su derecho constitucional.
En la actualidad, la Secretaría de Salud se ha descentralizado. Sus bienes muebles e inmuebles pertenecen y los administran las entidades federativas de nuestra República. No obstante, su sede, el edificio de Lieja y Reforma, sigue representando un cosmos que tachona todo el mapa del territorio. Cada recinto que fue suyo es ahora expresión del nuevo federalismo; cada punto es una promesa de salud y bienestar. Promesa que se va cumpliendo, gradual, certeramente, con el concurso de muchas generaciones de mexicanos.
Este edificio no es solamente monumento arquitectónico, representa el esfuerzo de decenios de la salubridad nacional. Ambos son símbolos unívocos de nuestra identidad; ambos nos comprometen a defender nuestra cultura y nuestras conquistas sociales, pero, sobre todo, nos estimulan a valorar mejor nuestro pasado y a realizar nuestros anhelos colectivos, en la mejor tradición de la historia de nuestra cultura y de nuestros ideales.
* Tomado de “Revista de Revistas”,
Magazine del periódico “Excélsior”.
No. 4460, Enero de 1998.
Ventaneando, Lunes 30 de Enero de 2023.