La visión de Constance de Montluc sobre el México de 1840
“LA señorita mexicana tiene largas trenzas de ébano” y “un lenguaje melodioso que evoca el idioma de los dioses”, recitaba madame Constance de Montluc. Era 1876 y acababa de dar a conocer en Francia su obra Poésies, en la que recordó aquellos años de la década de 1840 que pasó en el norte de México.
Más de treinta años después, el vínculo con ese país seguía vivo y lo alimentaba con su cercanía a personalidades mexicanas como el general Ramón Corona, quien entonces residía en Europa como ministro plenipotenciario de México en España. A Corona y su esposa Mary Ann McEntee los trató en París en 1878, y les dedicó afectuosamente el poemario (que hoy se vende en Mercado Libre con la dedicatoria en español de la autora, aunque quién sabe cómo llegó ahí).
Política y nobleza. De esta escritora se conocen pocos datos, aunque se sabe que nació como Constance-Félicité Méaulle alrededor de 1820 en Francia. Provenía de una familia de tradición liberal y de cierto renombre, pues su abuelo, Jean-Nicolas Méaulle (1757-1826), era un rico terrateniente del norte de ese país y también participó en los movimientos políticos que siguieron a la Revolución francesa. Fue diputado y desempeñó diversos cargos en los gobiernos revolucionarios y durante la etapa imperial comandada por Napoleón Bonaparte.
Hyacinthe-Charles Méaulle (1795-1890), padre de Constance, siguió los pasos de su progenitor Jean-Nicolas y fue un activo abogado y político que formó parte de la Asamblea Nacional constituyente tras la Revolución francesa de 1848 contra el rey Luis Felipe I, la cual daría lugar a un régimen republicano que llevaría al poder al “príncipe-presidente” Luis Bonaparte, sobrino del antiguo emperador y que bajo el nombre de Napoleón III (sí, el mismo que invadió México a partir de 1862) se convertiría en el último monarca de Francia.
A tal estirpe de renombre político Constance sumó un linaje noble al unirse en matrimonio con Jean Pierre Armand Montluc (1811-1880) hacia 1840. La casa de Montluc (o Monluc) se remontaba por lo menos al siglo XVI y tenía conexiones con otras antiguas familias francesas de abolengo, como los Montesquiou o los Massencome.
Constance vivió sus primeros veinte años en medio de guerras y revoluciones en Francia, y en un escenario europeo convulso marcado por la lucha contra las monarquías absolutistas, el liberalismo y el ánimo nacionalista que tímidamente empezó a dar forma a nuevos países. De ese mundo partió hacia México en la década de 1840.
La naturaleza de Tampico. De acuerdo con María Elena Martínez Tamayo, Armand Montluc conocía México desde 1832, cuando llegó al país por primera vez. Su estancia fue corta en aquella ocasión, pero volvería dos años después para establecerse en el pujante puerto de Tampico y fundar ahí una casa comercial. En 1837 se convirtió en cónsul de Francia en la ciudad y para la década de 1840 trajo con él a su esposa Constance.
“Tampico es uno de los puertos más bonitos del golfo de México”, recordaría Constance sobre aquellos años en que estuvo allí (probablemente entre 1840 y 1845): “Esta moderna ciudad, que es el almacén de los estados más ricos del interior del país y a donde vienen a embarcarse los tesoros de las minas de México, cuenta con alrededor de seis o siete mil habitantes, y solamente tiene una iglesia”.
Sin duda, sus impresiones sobre esa geografía permiten acercarnos a una interesante mirada extranjera y femenina sobre la región, en el periodo en el que México daba sus primeros pasos como nación independiente y antes del despojo territorial derivado de la invasión estadounidense (1846-1848). En esa visión destacan sus observaciones sobre la fantástica como feroz naturaleza y de las costumbres y vida cotidiana de la población local.
Para Constance, Tampico tenía todo para ser un lugar muy agradable, salvo el calor abrumador que imperaba en todo el año y los miles de insectos que “devoraban” a las personas. Ella y su esposo vivían en una casa ubicada en la parte alta de la zona, desde donde podían apreciar el río Pánuco y la ciudad con sus calles bien alineadas y las casas de poca altura y con terrazas que, debido al carácter internacional y de alto tránsito del puerto, pertenecían en su mayoría a comerciantes extranjeros, como el propio Armand. Así evocaba la francesa aquel sitio:
‘De nuestra galería abierta a la brisa, teníamos una vista magnífica. El vasto río se desplegaba a nuestros pies con sus corrientes transparentes y sus navíos de diversas naciones. Ligeras canoas, cargadas de verduras, de naranjas, de piñas, de plátanos, de miles de frutas tan variadas de los trópicos, navegaban todo el día, dirigidas por vigorosos nativos de piel morena y lustrosa. (…) No olvidaré jamás este cuadro grandioso y magnífico que, durante cinco años completos, encantó mis miradas soñadoras…’
La bella naturaleza y los paisajes que seducían sus ojos tenían su contraparte en la feroz fauna del puerto tampiqueño: “Pero, ¡ay!, hay que conformarse con admirar de lejos (…) Estos ríos y estas vastas lagunas, cuyas aguas límpidas y agitadas por la brisa parecen invitarlo a uno a disfrutar de su frescura, son el refugio de caimanes y cocodrilos, que vienen a ensoñar sobre sus riberas. Las corrientes del mar están ellas mismas infestadas de tiburones enormes, que a menudo devoran a los imprudentes que van a sumergirse en sus ondas pérfidas”. Si bien podríamos considerar que Constance magnificó su descripción del entorno natural, cabe apuntar que hasta la fecha se registran avistamientos de grandes tiburones en las playas de la región.
La vida cotidiana. El matrimonio Montluc-Méaulle procreó por lo menos dos hijos en Tampico (entonces también conocida como Santa Anna de Tamaulipas): Jacinto, nacido en 1843, y María Constancia Leonia, en 1844. Al entorno familiar se sumaron en esos años Santiago Montluc y Rosalía Méaulle (padrinos en el bautismo de María), con quienes Constance y Armand pasaron aquel tiempo en tierras lejanas y extrañas, aunque fructífero para sus negocios.
Otro aspecto que llamó la atención de la escritora fueron las fiestas religiosas, en especial la del día de la Ascención de Cristo (que regularmente cae en mayo) celebrada en la iglesia de “Tampico el Alto” (en el actual estado de Veracruz), a menos de veinte kilómetros del puerto tamaulipeco. Allí observó un ritual en el que “una larga fila de indios de ambos sexos, de piel morena, de tipo chino, vestidos de manera grotesca, portando sombreros puntiagudos decorados con espejos, ejecutan arias antiguas de los tiempos de Montzuma, con guitarras y arpas en miniatura, mientras que otros indios interpretan al centro de la iglesia danzas extrañas y expresivas”. Cabe señalar que tanto la fiesta patronal como las danzas se siguen llevando a cabo cada año en el santuario del Señor de las Misericordias de Tampico Alto.
Constance igualmente destacó la vida tranquila que llevaban muchos tampiqueños. Si bien los calificó como educados, dulces y hospitalarios, también consideró que el calor los había despreocupados: “En cualquier momento del día se pueden ver hombres del pueblo acostados sobre las aceras, que prefieren dormir bajo la sombra a aumentar su bienestar a través del trabajo… ¡Es cierto que los indígenas se contentan con muy poco para vivir!”. Sin duda, sus concepciones se enfrentaron con maneras muy distintas de ver la vida, aunque también hay que considerar los prejuicios que pudo tener sobre los nativos.
Finalmente, la francesa hizo énfasis en la comida, vestimenta y fiestas de los indígenas. En cuanto a la primera, la calificó de humilde: “Un poco de carne secada al sol, unas tortillas de maíz, unos plátanos y algunas cañas de azúcar, son ordinariamente todos los alimentos de sus modestas comidas”. En cuanto a su vestido, refirió que los hombres andaban comúnmente sin camisa y portaban sombrero de paja de ala ancha, calzón entreabierto y unas “toscas” sandalias; cuando hacía frío, agregaban un sarape de lana y de vivos colores.
En su visión, la sencillez de su comida y vestimenta contrastaba con sus habilidades para la música y el baile. Admirada, señaló: “¿Quién creería que estos hombres tan poco vestidos y tan despreocupados por su destino nacen casi todos ellos músicos?”. Después de una siesta al aire libre y ganarse algunos reales para subsistir, a estos tampiqueños les daba por cantar “con una voz lánguida sobre los aires del país, acompañándose con una pequeña guitarra de nueve cuerdas (jaranita) cuyos sonidos lastimeros se mezclan con la brisa fragante de las noches mexicanas”.
Además, cuando se organizaban las fiestas del pueblo o fandangos, “las mujeres y los hombres interrumpen por turnos sus danzas pintorescas, tales como el jarabe o el zapateo, con cantos nacionales de entre los cuales el más escuchado es la Petenera”, un tradicional son huasteco que se interpreta hasta nuestros días. Tal tipo de “alegrías populares”, como las llama Constance, se celebraban incluso cuando un “pequeño ángel” llegaba al cielo, es decir, cuando moría algún infante; en esas ocasiones, bailaban alrededor del ataúd del menor fallecido.
Constance cerró sus recuerdos de Tampico con su visión de las tamaulipecas, que cotidianamente se cubrían con gracia bajo los pliegues de un rebozo: “Tienen largas trenzas, que caen hasta el cuello enlazadas con listones rojos y usan, como dama de mundo, zapatos de satín rosa o azul. Tienen también, como la gran dama, un lenguaje escogido y elegante, y no se saludan nunca sin informarse hasta en los detalles más minuciosos de la salud de todos los miembros de sus respectivas familias”.
Además, usaban mantilla cuando acudían a la iglesia o se cubrían la cabeza y los hombres con soberbios crespones de China de vivos colores. En su visión, las damas mexicanas “están dotadas de un espíritu vivo y juguetón, y el idioma castellano, que hablan con facilidad, da mucho encanto a sus conversaciones… Son excesivamente educadas y complacientes”.
Aparte de sus observaciones sobre la vida cotidiana y la naturaleza tampiqueña, durante su estancia en México Constance se inspiró para dar a luz, en 1844, una pieza musical llamada L´Hirondelle (La golondrina), con diálogos y música compuestos por ella misma.
El adiós a México. Debido a que algunas de las principales familias del país hicieron una encantadora recepción a Constance y Armand, ellos conservarían un muy agradable recuerdo de su estancia en México aún varias décadas después. La familia Montluc Méaulle regresó a Francia en la segunda mitad de la década de 1840, pues para 1846 ya encontramos a la escritora en París, en donde publicó otra composición musical llamada Impressions mexicaines, con diálogos de ella y música de la artista Clémence Faux.
Armando regresó a Francia alrededor de 1848, aunque al parecer volvió a tierras mexicanas en 1854. Su vida también siguió marcada por este país, ya que años después cambió de bando diplomático al ser nombrado por el presidente Benito Juárez, en 1861, cónsul general de México en París, cargo que desempeñó de manera destacada durante la Segunda Intervención francesa.
Las poesías de Constance. Mientras tanto, en 1860 Constance dio a conocer sus recuerdos sobre esta nación en un texto que intituló “Souvenirs de Tampico (Mexique)”, publicado en la revista católica ilustrada Le Foyer des Familles, en París. Años más tarde salieron a la luz sus Poésies, editadas en Vitré (en el norte de Francia) por J. Guays. Esa obra –hasta hoy sin traducción al español–, fue conocida en México, aunque, por lo que sabemos, al único que le interesó comentarla en este país fue al escritor católico Victoriano Agüeros, quien hizo una reseña sobre ella en 1878.
Las poesías de la francesa le parecieron a Agüeros “superiores a muchas que hoy andan en manos de todos”, además de que tenían el raro mérito de dejar ver el “noble corazón de la autora”. Para él, la obra de Constance estaba formada por cantos modestos y sencillos, así como por estrofas llenas de sentimiento: “son páginas íntimas dictadas por un alma que sabe sentir y gozar con los recuerdos; y todas forman un álbum precioso digno de ser leído”.
Agüeros también destacó que la poesía de la francesa tenía “el grandísimo mérito de respirar el aroma de la más pura y cristiana moral”, pues antes que escritora, Constance era madre. A tono con lo que se esperaba de las mujeres en aquella época, y para que no se creyera que desatendía los “santos deberes” por entregarse al cultivo del arte literario, ella señalaba que la poesía era “el divino bálsamo y la gota de ambrosía con que suaviza la amargura de sus penas”.
Por lo anterior, para Victoriano sobresalían aquellos versos en los que Constance revelaba sus gozos o sus suspiros de madre: “¡Qué dulce ternura hay entonces en sus palabras! ¡Cuántas lágrimas derrama su alma al separarse de sus hijos!”. Algunos de esos hijos, se recordará, habían nacido en México; por ello, Agüeros resaltaba que ciertas composiciones manifestaban el amor que aún guardaba hacia este país.
México hasta el final. Tal efecto también se vería reflejado en las acciones de Armand Montluc, quien seguiría representando a México en su país natal, al grado de que en 1871 fue designado por el gobierno de Juárez como “agente comercial privado” en Francia. Y, finalmente, en 1880 fue nombrado cónsul general en dicha nación europea, aunque no ejercería por mucho tiempo tan anhelado cargo, ya que ese mismo año murió.
Constance vivió algunas décadas más que su marido, pues tuvo una existencia longeva que llegó hasta el siglo XX. Para 1910 la encontramos en una residencia en Rennes, capital de Ille-et-Vilaine, en la región francesa de Bretaña, de donde era originaria su familia paterna y en la que seguramente ella había nacido cerca de noventa años atrás. De hecho, nunca quiso dejar de lado la estirpe del lado de su padre, pese a integrarse a la nobleza, pues siempre firmaba sus textos como “Constance de Montluc nacida Méaulle”. Y todavía hoy así se le recuerda.
*Maestro de Historia por la UNAM.
Estudia el doctorado en Historia en
la misma casa de estudios.
Tomado de la revista mensual “Relatos e
Historias en México”; Año XVII, No. 191.
Ventaneando, Viernes 27 de Septiembre de 2024.