¿EL presidente habla con alguien? ¿Escucha otras voces? ¿Realiza reuniones para analizar una situación desde diferentes puntos de vista? ¿Crea comités para estudiar problemas y ofrecer respuestas? ¿Asume que no existe nada parecido a las soluciones únicas? ¿Se entera de que una política específica puede tener derivaciones no deseadas? ¿Las evidencias lo pueden conducir a rectificar? ¿Alguien le dicen que lo que funcionó en un momento dado hoy puede resultar contraproducente?
Son preguntas básicas pero fundamentales. Y, por desgracia, da la impresión de que las respuestas son negativas. Sabemos, muestras hay de sobra, que no está acostumbrado a escuchar, a evaluar diagnósticos distintos al propio, a procesar lo que puede haber de verdad o de pertinente en otras expresiones.
No parece delegar el estudio de cuestiones complejas (casi todas lo son), porque no valora el conocimiento y menos el conocimiento especializado. Da la impresión de que piensa que basta con las buenas intenciones.
Al parecer, le importa –y mucho–, demostrar quién tiene el poder (que nadie le discute), pero la deliberación, el intercambio de impresiones, el análisis colegiado no son lo suyo. Ha llegado a la presidencia y entiende que le otorga capacidad para mandar y punto. Y el corolario es que los demás deben obedecer.
Despliega un monólogo interminable, incansable, repetitivo. Aborda diferentes temas con ocurrencias o recetas retóricas. La complejidad no es para él, por eso su afán recurrente por simplificar, pontificar, crear situaciones que sólo existen en el discurso. Como si eso que llamamos realidad pudiera comprenderse con un cuerpo conceptual simplista y maniqueo. Como si una opinión desde el poder, aunque sea elemental y quimérica, fuera superior a un coro de expresiones complejas y por supuesto no siempre armónicas.
Juan Gabriel Vázquez ha escrito que “con la llegada de Sancho Panza sucede algo cardinal: el diálogo se convierte en la principal forma de exploración de la realidad; el relato de Cervantes siempre tendrá más de un punto de vista sobre el mundo que es su material y su objetivo. Y ahí está Sancho, contradiciendo a su señor, tratando de convencerlo de que lo que hay allí no son gigantes, sino molinos y de que aquellos son frailes de san Benito y no encantadores…” (Viajes con un mapa en blanco, Alfaguara).
Por supuesto, Vázquez escribe sobre las novedades e invenciones que encuentra en el Quijote, pero lo que dice parece una verdad del tamaño del océano Pacífico. Dado que la realidad nunca es una o, mejor dicho, que las formas en que nos acercamos a ella suelen ser múltiples y variadas, y que en muchos casos los fenómenos se aprecian “según el color del cristal con que se miran”, entonces nuestros puntos de vista suelen ser no sólo parciales sino limitados.
Por ello el diálogo es imprescindible “para explorar la realidad”, para enriquecer nuestra comprensión de la misma. Es una herramienta necesaria para trascender el enclaustramiento y entender las nociones, exigencias y anhelos de los otros. Cerrarse a escuchar experiencias diversas, creer que la verdad es una y que se le tiene agarrada en un puño, que además es invariable y armónica, lleva a crear una representación del mundo accesible, sencilla, incluso retóricamente poderosa, pero por desgracia falsa. Un mundo imaginario, despegado, independiente, del entorno contradictorio y difícil de aprehender en el que estamos envueltos.
Escribe otra vez Juan Gabriel Vázquez que “Harold Bloom dice que Shakespeare nos enseña a oirnos a nosotros mismos y Cervantes nos enseña a oir a los demás, a oírnos entre nosotros”. Si es así, requerimos de un Sancho Panza.
Escritor y ensayista. Su más reciente
Libro es “Contra el autoritarismo”.
* Tomado de la revista “Nexos”.
No. 526, Octubre 2021.
Ventaneando, Lunes 15 de Noviembre de 2021.