La Puerta de Europa
EL Madrid de hoy es, gracias a la inmigración, una ciudad multicultural. Pululan por ella individuos de todas las etnias, razas y nacionalidades: rusos, polacos, rumanos, búlgaros, turcos, chinos, filipinos, latinoamericanos, habitantes del África subsahariana y, sobre todo, del Magreb.
Mi colonia también lo es, aunque de baja intensidad. Nada que ver con el antaño castizo barrio de Lavapiés, convertido hoy en gueto chino-marroquí, ni siquiera con el barrio de Tetúan, donde han asentado sus bases mis paisanos de América Latina. Mi colonia se llama “El metropolitano”, y consiste en un pedazo de tierra urbanizada que se extiende entre el barrio de Argüelles y la sede de la Universidad Complutense. Cuando nació era el “extrarradio”.
Todavía la anciana madre de un viejo amigo que fue rector de dicha universidad lo llama así. Allá por los años cuarenta era un barrio de elegantes chalets de intelectuales y artistas donde se realizaban animadas tertulias al viejo estilo del Madrid decimonónico. Allí vivieron actrices como Conchita Montes junto al dramaturgo Edgar Neville en una prematura, y supongo que entonces escandalosa, “unión de hecho”. Toreros como Domingo Ortega. Escultores como Sebastián Miranda. Poetas como Vicente Alexandre, quien obtuvo el Premio Nobel de Literatura en 1977.
Con el transcurso del tiempo se fabricaron grandes y pequeños hospitales, un inmenso cuartel de la Guardia Civil, la delegación de Hacienda más grande de la ciudad y un edificio modernista que alberga al Tribunal Constitucional. Los chalets, con excepción del que actualmente ocupa el destronado rey Simeón de Bulgaria, fueron vendidos a órdenes religiosas para residencias de monjas y estudiantes, y a universidades privadas españolas y estadounidenses que se especializan, las últimas, en darle un toque de cultura europea a sus alumnos de allende el Atlántico. Algunas de sus calles llevan nombres de oscuros generales franquistas (General Ampudia, General Dávila, General Rodrigo).
Frente a sus anchísimas y arboladas aceras, ampliadas y adornadas con flores y bancas desde hace unos meses por orden de nuestro sempiterno alcalde José María Álvarez del Manzano (y digo sempiterno porque ya va por su tercer periodo de gobierno) se elevan, junto a los chalets, altos y cuadrados edificios ocupados por profesores universitarios, ejecutivos jóvenes y maduros, y muchos ancianos y ancianas que hace treinta años pertenecieron al estamento militar y para quienes, en un principio, se construyeron gran parte de los edificios, lujosos por cierto, porque estaban destinados a la oficialidad castrense.
Hay otro grupo socioeconómico que pulula durante el día por mi barrio, aunque no vive en él. Las rentas son muy caras y las posibilidades de compra prácticamente imposibles. Son los inmigrantes latinoamericanos: dominicanos, peruanos y ecuatorianos, principalmente. Todos ellos, junto con algunos centroeuropeos y filipinos, nos brindan sus servicios.
Son los mensajeros de los supermercados, las asistentas del servicio doméstico y las cuidadoras de los pocos niños que se ven por estas latitudes (España es el país con más bajo índice de natalidad de toda la Comunidad Europea), los camareros y camareras de los bares (en Madrid hay un bar en cada esquina) y los acompañantes, ellos y ellas, de los ancianos y ancianas jubilados que han quedado solos por razón de viudez.
Si salgo a las ocho de la mañana sólo encuentro profesores, estudiantes y funcionarios que se dirigen a sus labores, y alguna que otra ama de casa que, jalando el carrito de la compra, va por el pan. Si salgo a las nueve me tropiezo con jóvenes yuppies con trajes y corbatas de marca y elegantes portafolios de piel, con rumbo a sus respectivas oficinas, y con monjas, muchas monjas. Si lo hago a las once o a las doce me encuentro con los viejos, bastón en mano, acompañados por los latinos, quienes a ritmo lento, generalmente con una sonrisa en los labios y platicándoles en voz baja, los pasean por el barrio, haciendo escalas técnicas en las cómodas bancas que el alcalde ha distribuido estratégicamente en cada esquina de cada cuadra o manzana. No puedo negar que me resulta conmovedor. Sobre todo por el ritmo.
¿Cómo sería la vida de esos ancianos si se hicieran acompañar por jóvenes españoles, siempre de prisa y siempre hablando en decibeles que superan el nivel de la contaminación por ruido? Reflexiono: ¿cómo sería antes del boom de la inmigración? Supongo que estarían internados en las muchas y muy buenas residencias que hay en la ciudad para los habitantes de la tercera edad.
La inmigración masiva en España data de hace más de un par de décadas, aunque en sus inicios era itinerante. Se trataba, principalmente, de africanos del Magreb que atravesaban el estrecho de Gibraltar y seguían camino a Francia, regresando en el verano a sus lugares de origen en caravanas de coches cargadas de electrodomésticos. Después llegaron los habitantes del África negra. Los de Europa del Este. Los de América Latina. Muchos, ya para quedarse, aunque todavía no lo sepan. Como antaño los españoles, sueñan con hacer fortuna y regresar a sus países. Algo así como “hacer la América”, pero al revés.
Como resultado de ello Madrid, repito, se ha convertido en una ciudad repleta de inmigrantes, con papeles o sin ellos, que se dedican a todo tipo de actividades. Eso sí, guardando siempre sus especialidades. Los africanos negros y los marroquíes venden sus géneros en las estaciones del metro, en la Gran Vía y sus aledaños y en las calles más céntricas del barrio de Salamanca. Además, los primeros abren peluquerías African style, de un tiempo a esta parte muy de moda entre la juventud española. Los chinos han llenado la ciudad de restaurantes cantoneses. Los europeos del Este, sobre todo los polacos y los búlgaros, se dedican al negocio de la construcción. Los latinoamericanos, como ya he dicho, a los servicios domésticos y de mensajería, y los rumanos, últimos en la escala, sobre todo si son gitanos, a vender por las calles el periódico La Farola, una especie de hoja parroquial que les permite pedir limosna con cierta dignidad.
Mientras tanto, las autoridades del país y de la ciudad se devanan los sesos para controlar la inmigración. Leyes van y leyes vienen (la última de enero del año en curso, que ya cuenta con su Reglamento) tratando de legalizar la situación de una masa creciente de rubios y morenos, sobre todo morenos, que por un lado asustan al español de clase media baja (para las clases media y alta el racismo es políticamente incorrecto), y por el otro se consideran indispensables para los trabajos que los nacionales no están dispuestos a realizar.
Dichas leyes han creado o adaptado instituciones públicas de ayuda al inmigrante. Por ejemplo, el Insalud (Instituto Nacional de la Salud) cubre la atención médica, tanto básica como especializada, de todos los inmigrantes, legalizados o no. El sistema de educación del país les garantiza la enseñanza primaria, secundaria y preparatoria a sus hijos. Además, se han creado departamentos gubernamentales que, con la ayuda de las ONGS, ofrecen a estas personas servicios jurídicos y de traducción, bolsas de trabajo y lo que aquí llaman información básica, que consiste en darles clases de español a los que no hablan nuestro idioma.
Dentro de las ONGS religiosas destacan en Madrid: Caritas y Acción Comisión Católica, que brindan todos los servicios antes dichos. Dentro de las laicas destacan: ATIME, que se dedica a la inserción laboral de los marroquíes; COMRADE, que ofrece asesoría jurídica y servicios de traducción; KARIBU, que se ocupa de los inmigrantes africanos y, sobre todo, la Cruz Roja, la más activa en la ciudad, que cubre todas las necesidades de un inmigrante sin distinguir a qué colectivo pertenece.
En resumen, en materia de inmigración las autoridades y la sociedad madrileñas son solidarias. Hacen bien, no sólo desde un punto de vista ético sino también práctico. Como dice el viejo refrán castellano: “No se le pueden poner puertas al campo”. Ni al mar, por donde vienen, en trágicas barcas llamadas “pateras”, los africanos que cruzan el estrecho. Y digo trágicas no sólo por el número cada día más creciente de barcas que se hunden, sino también por las mafias que los embarcan en la aventura. Ni al aire, por donde llegan los latinoamericanos, también sometidos a mafias, una vez que se han desprendido de todas sus pertenencias en sus pueblos de origen.
Tampoco pueden ponerse candados a las ilusiones de quienes anhelan un mejor medio de vida para ellos y sus familias. Por eso, la batalla del inmigrante en este país y en esta ciudad está ganada. España y Madrid los necesitan para los trabajos duros, y también para equilibrar su déficit demográfico; para repoblar, como se decía en la Edad Media.
En cuanto a mí, mientras paseo a media mañana por mi barrio y veo a los niños y a los viejos españoles amablemente cuidados por mis paisanos del otro lado del océano, me invade un sentimiento ambivalente. Tristeza por quienes, como yo, aunque por diversas razones, tuvieron que dejar su tierra. “No hay casa en tierra ajena”, decía José Martí, pero también alegría, por las múltiples manifestaciones de apoyo que la sociedad madrileña les ofrece.
También me alegro por los niños, y por los ancianos, quienes al final de sus vidas cuentan con amplias y floridas aceras donde asolearse en cómodas bancas, cortesía del alcalde, y con una frase amable, una sonrisa, en fin, el cariño de quienes están a su servicio.
* Tomado de la revista mensual ‘Arcana’.
No. 3, México, DF; Julio de 2001.
Ventaneando, Lunes 4 de Abril de 2022.