El pasado abril se cumplieron 110 años del hundimiento del Titanic. Y aunque es una historia bastante conocida, no lo es tanto que en aquel buque viajaban al menos ocho españoles, de los cuales siete lograron sobrevivir. Gracias a sus relatos, hemos podido confeccionar cómo fueron las últimas horas de aquella trágica noche del 14 de abril de 1912.
“LOS dos grandes vapores correos que para la Compañía White Star Line se están construyendo actualmente y cuyos nombres son Titanic y Olympic, desplazarán cada uno de ellos 60.000 toneladas”. Esta noticia, aparecida en el diario católico La Cruz en su edición del 15 de octubre de 1908, fue una de las primeras informaciones que, sobre el Titanic, fueron recogidas por la prensa española.
Durante los meses siguientes las noticias sobre ambos buques se sucederían, haciendo siempre hincapié en sus descomunales proporciones, lo que el periódico El Día describiría en noviembre de 1909 como “lucha imbécil de lujo y derroche”. Sin embargo, esta apreciación no era compartida por la mayoría de españoles, que veían en estos barcos la constatación de una nueva era.
Y es que a finales del siglo XIX y a comienzos del siglo XX, la ingeniería, la arquitectura o la aeronáutica experimentaron un rapidísimo avance que cautivó la imaginación del mundo. El cielo pertenecía a los zeppelines y el suelo a los veloces ferrocarriles. Los Estados Unidos, Reino Unido, Rusia y Japón disponían ya de submarinos con motor y en las principales capitales comenzaban a erigirse rascacielos que parecían traspasar las nubes.
Fue en esta locura constructiva, cuando el 10 de junio de 1907 Lord James Pirri, socio mayoritario de los astilleros más grandes del mundo, acordó con Bruce Ismay, director gerente de la compañía naviera White Star Line, construir tres inmensos buques gemelos que recibirían los nombres de Titanic, Olympic y Gigantic, nombre este último que se cambiaría tras el hundimiento del Titanic por el de Britanic. El acuerdo se alcanzó en el edificio que hoy acoge la embajada española en Reino Unido. La idea contó con el aval de diversos inversores y el 31 de marzo de 1909 el Titanic comenzaba a ser una realidad.
Desde ese instante todas las cifras que rodearon su construcción fueron grandiosas: 3.000 hombres dedicados exclusivamente a la construcción de un casco con 270 metros de largo y 30 de ancho, 27.000 toneladas del mejor acero, tres millones de remaches, una hélice central de 22 toneladas… “Los nuevos colosos del mar”, anunciaba el diario español Vida Marítima en un extenso artículo publicado el 20 de septiembre de 1910 sobre el Titanic y el Olympic, aunque señalando que “no sabemos si por mucho tiempo, porque ya se habla de empezar a construir dos barcos de 900 a 1.000 pies de largo”.
Para hacernos una idea de lo que supusieron estos colosos, los puertos en los que estaba prevista su llegada o partida debieron agrandarse para permitir el embarque de los pasajeros y el desembarque de mercancías. Nada podía interponerse a unos buques que costaron la friolera, cada uno, de 10 millones de dólares –mil millones de euros actuales–.
Una feliz despedida. Sin contratiempos destacables, a las 12 del mediodía del 31 de mayo de 1911, el Titanic era botado al mar. “En Belfast ha sido botado al agua hoy, en presencia de unas doscientas mil personas, el nuevo gigantesco transatlántico Titanic”, reseñaba en una crónica La Vanguardia. Varios meses antes, el 20 de octubre de 1910, se había hecho lo propio con el Olympic.
“El barco de los sueños”, fue el segundo nombre del Titanic. Quizá algo pretensioso, pero que resumía perfectamente las aspiraciones de la naviera, la cual no escatimó en gastos para reunir en los salones, camarotes y pasillos del buque lo mejor del mercado. Vajillas de porcelana, candelabros de plata, alfombras y tapices de exquisitos tejidos que decoraban suelos y paredes… Y, como colofón, un personal especialmente seleccionado para atender a las 2.150 personas que podía transportar el barco, entre personal y pasaje. Un lujo y una capacidad que el diario ABC resumió perfectamente en la víspera de su primer viaje: “Mañana hará su primer viaje de Southampton a Nueva York el mayor transatlántico del mundo, el Titanic. Este coloso de la navegación, que desplaza 46.328 toneladas, puede llevar a bordo 2.150 personas, de ellos 750 pasajeros de primera, 500 de segunda, 1.100 de tercera y 800 de tripulación. El Titanic ha costado 85 millones de francos, y tiene, entre sus instalaciones, un gimnasio, un baño de vapor, una piscina, un café ruso y otro turco”.
El 10 de abril de ese 1912 amaneció con bruma, pero sin lluvia, todo un milagro para tratarse de Inglaterra en esa época. El muelle de Southampton se encontraba atestado de gente y de vehículos. La mayor parte, curiosos que no querían perderse la salida del Titanic. Y entre esa multitud, la mayor parte de las 2.208 personas que compondrían el pasaje del barco. Debemos recordar que, tras Southampton, el Titanic hizo escala en la bahía francesa de Cherburgo, de cuyo puerto salieron varias barcazas transportando pasajeros al barco, principalmente de primera y de segunda clase.
Entre ese pasaje hubo ocho españoles al menos. La cifra es difícil de concretar porque los registros se realizaban a mano y no todos los pasajeros daban su nombre verdadero, especialmente los de tercera clase, embarcados rumbo a la tierra de las oportunidades en busca precisamente de eso, de una oportunidad para mejorar sus vidas.
Y aunque no hay constancias de que ningún español viajase en tercera clase, sí los hubo en segunda. Fue el caso de Asunción y Florentina Durán, dos hermanas de 30 y 34 años, respectivamente, naturales de Lleida y que embarcaron en Cherburgo rumbo a La Habana. También leridano era Emilio Pallas Castelló, y de muy cerca, del pueblo barcelonés de Olérdola, Juliá Padró Manent. Gracias a él, los españoles tendrían un relato pormenorizado de los últimos minutos del Titanic y del pánico vivido en su cubierta. La única española que se subió en Southampton fue Encarnación Reinaldo, de 28 años, pasajera de segunda clase.
Sin embargo, el español más respetado en el Titanic fue sin duda Víctor Peñasco y Castellana, nieto de José Canalejas y heredero de una inmensa fortuna. Junto a él viajaban su esposa, Josefa Pérez de Soto, y la doncella de ambos, Fermina Oliva.
Tras una suntuosa boda, la pareja había iniciado un viaje por Europa que duraría 17 meses. Se bañaron en Biarritz, viajaron en el Orient Express, jugaron en el casino de Montecarlo y cenaron en el Maxim’s de París. Fue en esa ciudad donde se dejaron cautivar por los carteles publicitarios del Titanic, comprando un pasaje en primera clase que les daba derecho a un camarote de 108 libras –más de 6.000 euros actuales–. Como la madre de Víctor les había pedido encarecidamente que no viajasen en barco, la pareja compró en la capital francesa varias postales que rellenaron contando vivencias ficticias y que su criado se encargaría de ir mandando por correo en los días sucesivos al quedarse en tierra. Algunas de esas postales llegaron tras el hundimiento, a modo de broma macabra, con Víctor Peñasco figurando ya en la lista de ahogados.
Cuando embarcaron, el matrimonio, aún acostumbrado al lujo, no pudo sino maravillarse con el interior del buque: “Era todo increíblemente precioso y la gente, bueno, lo mejor de lo mejor de todo el mundo”, relataría Josefa Pérez de Soto años después.
Tras Cherburgo, el Titanic alcanzó las costas irlandeses y, a partir de ahí, el basto y gélido Atlántico.
Iceberg a la vista. Como capitán, la White Star Line había escogido a Eduard James Smith, el más veterano y mejor capitán de la compañía. En sus 35 años de carrera no había sufrido jamás un accidente grave y por eso siempre se le entregaba el mando de los más modernos y lujosos barcos de la naviera, lo que le valió el sobrenombre del “capitán de los millonarios”.
Desde su puente de mando ordenó que las máquinas, algunas de hasta cuatro pisos de altura, alcanzaran su máximo rendimiento maravillando a unos pasajeros que observaban desde las cubiertas cómo la proa rompía el mar provocando grandes ríos de espuma. El sentimiento común, tanto en la tercera como en la primera clase, era de privilegio por estar en ese instante en el mejor barco del mundo y con algunas de las más importantes personalidades de la época.
Ahí estaba Molly Brown, “la insumergible Molly”; Benjamín Guggenheim, miembro de una insigne familia de mecenas del arte; la familia Widener, que había viajado hasta París solo para comprar tela para el vestido de novia de su hija; Erik Lind, un poderoso hombre de negocios sueco acostumbrado a renacer de sus continuas bancarrotas… Muchos de ellos perecerían en el naufragio, como el propio Erik Lind, que nadó hasta uno de los botes de salvamento muriendo en el intento o Benjamín Guggenheim, del que no se tiene siquiera constancia que intentara subirse a uno. Más trágico si cabe sería el final del matrimonio Strauss. El marido, Isador, era el fundador de los almacenes neoyorquinos Macy’s. Tras la colisión con el iceberg, su mujer, Ida, rehusó subirse al bote salvavidas número 8. “Donde tú vayas, allí iré yo”, le dijo a su gran amor. Y así, abrazados, esperaron a que el agua les engullese.
Fue ese bote número 8 gracias al cual Josefa Pérez de Soto salvaría su vida, teniendo como compañeras de salvamento a Molly Brown y a la condesa de Rhodes. Víctor Peñasco, por el contrario, permanecerá en el buque observando cómo las barcazas se alejan, hasta que su cuerpo también sería engullido por el Atlántico.
Pero no adelantemos acontecimientos. Nos encontramos en la tarde del 13 de abril. Como recordaría Juliá Padró en una entrevista concedida ya en La Habana, 43 años después del hundimiento a la revista Bohemia, “arriba, en la cubierta, hacía un frío tremendo. El mar estaba sereno, todos lucían alegres y divertidos. Nadie podía suponer lo cercana que estaba la tragedia”.
El Titanic viaja a la increíble velocidad para la época de 22 nudos. En la sala de máquinas los operarios trabajan a 40ºC dando continuas paladas de carbón y en el horizonte las luces del sol van ocultándose poco a poco. Es la hora de cenar y los pasajeros se retiran a sus aposentos para vestirse. Incluso los de segunda y tercera clase tenían sus comedores propios, más lujosos de lo que se cree y con servicio incluido. A las 21.30 el capitán abandona el puente, pero ordena que se le informe de cualquier contingencia. Mientras, el ocio se apoderaba de los salones. “Esa noche, después de la cena, varios amigos nos reunimos en el salón de fumar para lugar unas partidas de ajedrez, mientras unos hablaban y otros se entendían con los naipes”, comentó Juliá Padró en la misma entrevista.
También Josefa Pérez recordaría nítidamente esa última noche: “Una gran cena amenizada con una gran orquesta. Como buenos españoles, fuimos los últimos en abandonar el salón, ya que nos quedamos charlando con un matrimonio argentino, los únicos con los que habíamos congeniado en el viaje”.
Tanto sosiego desapareció aproximadamente a las 23.40. De repente, de la negrura de la noche surgió una inmensa montaña de hielo en dirección a la proa del buque. El vigía hizo sonar tres veces la campana, mientras su compañero llamaba al puente de mando avisando de lo que se avecinaba. El primer oficial Murdoch, cuyo comportamiento en las siguientes horas solo puede tacharse de heroico, ordenó dar marcha atrás y girar todo a estribor para evitar la colisión. Y a punto estuvo de conseguirlo. Apenas unos metros más y el iceberg no hubiera siquiera rozado el casco… Pero no fue así. En medio de un estruendo que se dejó sentir en todas las cubiertas, la mole de hielo golpeó el costado de estribor, haciendo saltar los remaches de las placas de acero. Apenas 38 tensos segundos que hicieron cambiar la historia del buque y de sus pasajeros. Inmediatamente el agua comenzó a inundar los compartimientos interiores.
Uno de los que sintieron el golpe fue Juliá Padró. Estaba acostado y se incorporó al notar el movimiento del barco, pero tan leve debió ser, que siguió durmiendo. Poco después unos fuertes golpes en la puerta del camarote le sacaron de la cama. “Amigo, estamos en peligro”, le gritó uno de sus compañeros de ajedrez y enseguida aparecieron los primeros salvavidas por el pasillo. Respecto al matrimonio Peñasco, en cuanto Víctor Peñasco escuchó el ruido, salió del camarote y se dirigió a cubierta. Allí preguntó a un marinero qué pasaba y éste, seguramente del nerviosismo, solo acertó a sonreírle. Después volvió al camarote, recogió a Josefa, que apenas tuvo tiempo para ponerse un chal por encima del camisón, y a la doncella, que se encontraba en el camarote de enfrente.
Del resto de españoles, nada sabemos de sus experiencias.
Las mujeres y los niños primero. En esos instantes la temperatura del agua no superaba los 0 grados, lo que permitiría a los que cayeron al mar sobrevivir entre 20 y 25 minutos. Esa fue la razón por la que el 90% de las muertes en el hundimiento se debieron a la congelación y no al ahogamiento.
Avisado el capitán Smith de lo sucedido, ordenó enviar varios mensaje de socorro en el recién inaugurado código morse: “Auxilio, Titanic. Nos hundimos por la proa”. Uno de los primeros buques en responder fue el Carpathia, pero su distancia le impediría llegar a tiempo. El Titanic estaba sentenciado.
A esas alturas, todos los pasajeros estaban ya en cubierta. El buque se hundía cada vez más y el pánico se había extendido. “A los diez minutos aquello era una casa de locos, toda la gente gritando y corriendo, prisas y peleas, no había botes para todos… Alguien dio la orden de que primero subieran a los botes las mujeres y los niños, los de primera y, luego los de segunda y tercera clase”, recordaría Josefa Pérez. A ella y a su doncella la metieron en el bote número 8. “Víctor se dispuso a subir, pero vio a una mujer con un niño en brazos y le dejó paso para que entrara en el bote”, añadió su esposa. Nunca más volvería a verle.
Sobre los planos originales el Titanic debía llevar un total de 64 botes salvavidas, pero durante la construcción esa cantidad se redujo a 20 para dejar más espacio a los pasajeros de primera clase en sus paseos por la cubierta. Un error que costaría la vida a 1.517 personas.
Para contener el pánico, la orquesta del barco no cesó de tocar un instante, aunque algunos pasajeros, como Juliá Padró, no recordarían haberlos visto ni escuchado. “¡Y que me perdonen los que afirman lo contrario!”, dijo durante su narración. Seguramente Juliá no los escuchó por el caos imperante o por no encontrarse cerca de ellos, ya que la actuación de la orquesta está fuera de toda duda. Y es que el dramatismo de esas horas postreras superó a todo lo que podamos imaginar.
Como ejemplo, la familia de Carl Asplund, pasajero de tercera clase. Viajaba con su mujer y sus cinco hijos en un camarote situado en la popa del buque. Tras la colisión, los siete lograron alcanzar la cubierta de botes, pero incapaces de dejar a su padre solo, decidieron regresar al camarote y esperar a que la muerte les alcanzase abrazados. Así lo narraría la madre, Selma Asplund, a su regreso a tierra firme. Pero cuando ya estaban camino de regreso, un tripulante agarró a la hija menor, Lillian, y la lanzó al interior de un bote. Después hizo lo propio con otro de sus hijos, mientras gritaba: “¡Bajad a la madre también al bote!”. Sin poder impedirlo, a Selma solo le restó observar cómo su marido corría con los tres hijos restantes buscando otro bote vacío. Fue la última imagen que tuvo de ellos con vida.
Sin duda, la labor de los oficiales fue importantísima para que la tragedia no hubiera sido aún mayor. De entre ellos destacó el primer oficial Murdoch, el cual no tuvo reparos en desenfundar su pistola y disparar al aire para impedir que los botes se agolpasen de gente y terminaran hundiéndose por el peso.
Los mismos botes poco a poco fueron distanciándose del Titanic. Desde la lejanía, los supervivientes narrarían cómo los gritos de quienes quedaban en cubierta les embargaban los corazones, sabedores de que para ellos no habría ningún salvamento. En la desesperación, fueron varios los pasajeros que se lanzaron a las gélidas aguas persiguiendo alguna barcaza. Entre ellos, Gerda y su marido Edgar Lindell y el pasajero Carl Olor Jansson. Los tres nadaron hasta el salvavidas desplegable A, el último en ser arriado al mar. Cuando lo alcanzaron, Gerda se quedó quieta en la quilla, ya sin fuerzas y a punto de morir congelada. Su marido la estuvo agarrando para subirla a bordo, pero el esfuerzo le hizo desvanecerse. Sería otro pasajero, August Wennerstom, quien la sujetó en su lugar, pero cuando comprobó que Gerda había muerto congelada, no tuvo más remedio que dejar que su cuerpo se hundiese en el mar.
En otros botes se vivieron escenas similares. Si alguien fallecía congelado se le arrojaba por la borda para dejar que otro ocupase su lugar.
Engullido por el mar. Al marcar los relojes las 02.20 minutos de la madrugada, del Titanic apenas se ve una pequeña parte de su casco. Los que aún no han caído al mar se abrazan y entonan el himno “Cerca de ti, señor”. Ya no hay más botes, tampoco luz. “De pronto se oyó un ruido enorme. Como si una montaña se viniera abajo. Cuando me decidí a volver la cabeza, el barco había desaparecido como si se lo hubiera tragado una garganta misteriosa”, fue el último recuerdo que Josefa tuvo del barco. El Titanic había desaparecido.
Con las luces del alba, el Carpathia se dejó ver en el horizonte y poco después fue recogiendo los diferentes botes que flotaban diseminados con pasajeros ateridos de frío, conmocionados por la tragedia y sollozantes por tantas vidas perdidas. Aparte de los que viajaban en los botes, ni un solo pasajero del Titanic fue rescatado con vida.
Durante horas se peinó el lugar del siniestro, hasta que, convencido de no hallar más sobrevivientes, el capitán del Carpathia ordenó dirigirse a Nueva York. Allí los rescatados fueron acogidos con un inmenso respeto.
En las semanas siguientes, varios barcos de la compañía White Star Line continuaron recogiendo cadáveres de la zona. Luego se mostraban a sus posibles familiares para que los identificasen, algo que no siempre era posible. Uno de los que nunca aparecieron fue el de Víctor Peñasco, hasta la fecha el único español fallecido en el hundimiento. “La doncella fue a identificar los cadáveres. Tuvo que mirar uno a uno, pero Víctor no estaba”, relataría su esposa Josefa Pérez.
Con el paso de los años la historia del Titanic fue agrandándose hasta alcanzar la categoría de mito y sus supervivientes fueron requeridos una vez tras otra para que narrasen sus experiencias a bordo del “barco de los sueños”. Algunos las relataron gustosamente desde el principio, otros, como Josefa Pérez o Juliá Padró, pasadas varias décadas del hundimiento.
Lo allí vivido les había marcado tan profundamente, que solo se vieron capaces de relatarlo casi al fin de sus días y siempre como homenaje a quienes perdieron sus vidas en el fondo del mar.
* Tomado de “HISTORIA de Iberia Vieja”,
Revista de Historia de España.
No. 80, Febrero 2012.
Ventaneando, Lunes 14 de Noviembre de 2022.