MAESTRO en el ejercicio del poder y alumno por todo lo que aprendía en su contacto constante con el pueblo mismo, Adolfo López Mateos asumió en 1958 la presidencia de México con 6 millones 767 mil 754 votos.
Antes de ser museo, esta vieja casona, muy cercana al lugar donde nació, fue escuela, registro civil, tesorería y presidencia municipal. El 22 de septiembre de 1994 abrió sus puertas a la vida de un presidente que gustaba del box, de los toros y de manejar cualquiera de sus coches preferidos: un Maserati azul oscuro o los negros Packard y Ford Falcon.
Sumido en el silencio y el dolor, las 4:30 de la tarde del lunes 22 de septiembre de 1969 murió el expresidente López Mateos en Ciudad de México. Paralizado desde hacía dos años, tres meses y veintidós días, don Adolfo solamente podría ser alimentado con líquidos. Quien era la viva encarnación de la sencillez y el movimiento perpetuo, había quedado condenado a la inmovilidad, bajo la ley del sigilo, cuando siempre fue un señor de la palabra y campeón de la oratoria, como lo prueban varias de las imágenes que revelan a lo largo de varias salas lo que fue su vertiginosa vida.
Fue precisamente en una gira presidencial por Asia que la tenaz migraña padecida desde su juventud lo golpeó otra vez y le nubló la vista en el ojo derecho. Tuvo que ser operado de emergencia días después por el doctor James Poppen. Aquel 26 de noviembre de 1965, López Mateos y México tenían mucho por celebrar porque el estadista había conseguido para el país la sede de las Olimpiadas y, él mismo, ser nombrado presidente del Comité Olímpico. Pero los neurólogos Patricio Beltrán Goñi y Gregorio González Mariscal, quienes asistieron al doctdor Poppen en una ardua operación, dieron uno de los partes médicos más terribles que se recuerden.
Al primer aneurisma que hallaron se sumaron otros seis. Uno tuvo que ser engrapado para evitar su rotura y, como secuela, la parte derecha del cuerpo quedaría semiparalizada por siempre. En los alrededores del Hospital Santa Fe, ciudadanos de las más diversas clases sociales que acudieron espontáneamente para apoyar a don Adolfo, se conmocionaron al saber que su agonía sería lenta y dolorosa.
El mal avanzó inmisericorde por su cuerpo, evoca el historiador Enrique Krauze en La presidencia imperial. Del párpado brincó a una pierna y luego a la mano. Un ojo se salió de la órbita. Un trozo de carne mal deglutido le provocó una traqueotomía. Murió sin saber la tristeza que provocaba en el país que había gobernado de 1958 a 1964 y que había transformado en muchos sentidos.
Junto con Lázaro Cárdenas es uno de los presidentes más queridos por el pueblo porque sintetizaba el sueño de millones de mexicanos y porque, en diferentes momentos de su vida, encarnó las virtudes de los héroes, apunta Clemente Díaz de la Vega, uno de sus biógrafos más competentes. El gran mural que en este recinto realizó Juan Manuel Guillén, con asistencia de Adriana Orozco, muestra los logros de su gestión: los libros de texto gratuitos, la nacionalización de la industria eléctrica, el Instituto Nacional de la Protección de la Infancia (antecedente del DIF), el derecho del trabajador a parte de las utilidades y a un aguinaldo a finales de cada año, así como la recuperación de las 177 hectáreas de El Chamizal que Estados Unidos devolvió tras la visita de su presidente John F. Kennedy al país los días 29 y 30 de junio de 1962.
Siguiendo el extraño denominador de varios presidentes mexicanos (Juárez, Díaz, Obregón, Cárdenas, Avila Camacho, Ruiz Cortines), también López Mateos perdió a su padre en la infancia: el dentista Mariano Gerardo López y Sánchez. Su madre, la profesora Elena Mateos Vega descendía de una pléyade de liberales del siglo XIX, entre los que destaca el abuelo del futuro presidente, el magistrado y luchador liberal José Perfecto Mateos Lozada, el periodista Francisco Zarco, el escritor Juan A. Mateos y el liberal Ignacio Ramírez el Nigromante.
Asimismo, como se muestra en el árbo genealógico de la primera sala, don Adolfo tenía como primo hermano al cinefotógrafo y director de fotografía mexicano Gabriel Figueroa, quien fue un testigomás de su legendario éxio con las mujeres. Un día en un café de Madrid, una mesera no soportó más y le dijo: “Oiga licenciado, tiene usted una boca tan extraordinaria que quisiera yo besarla”. Sin turbarse, López Meteos le dio un largo beso de cinco minutos, delante de todos, y luego se volvió a tomar su café.
El talento tampoco faltaba en la rama paterna que estaba vinculada con el poeta zacatecano Ramón López Velarde, por quien don Adolfo siendo presidente manifestó siempre pública devoción, así como con el coronel José María Sánchez Román, tío del padre de López Mateos, partícipe en la Guerra de Reforma y quien militara al lado del general Jesús González Ortega. Todos ellos encumbran a aquel niño que nació el 26 de mayo de 1909 en Atizapán de Zaragoza, cuyo pasado se despliega en antiguas fotografías que dan la bienvenida al visitante.
Amante de la ópera y autora del poemario Corazón de cristal, Elena Mateos Vega, con la ayuda de Mariano, su hijo mayor, le brindó la mejor educación al pequeño Adolfo, quien cursó becado la primaria en el Colegio Francés de Ciudad de México. Los estudios de secundaria y bachillerato los tuvo en el Instituto Científico y Literario de Toluca, que años después dirigiría a petición expresa de su mentor, Isidro Fabela, quien le enseñó todos los secretos de la política tal como él la entendía: mezcla de oratoria, halago, suavidad, cortesía; en suma, diplomacia.
En sus tiempos de estudiante subía al Nevado de Toluca y recorría a pie, todos los sábados, a veces por falta de dinero para costear su pasaje, el trecho entre México y Toluca para visitar a su madre. Por esas caminatas sabatinas lo apodaron “el Toluca”. A esas habilidades físicas sumó dotes oratorias que puso al servicio de la causa vasconcelista en 1929. Valiente y combativo, arengaba a los obreros: “Peligra la patria, solo Vasconcelos puede salvarla”.
Su amigo Germán del Campo es asesinado por pistoleros del PNR y él salva la vida pero su cabeza vendada es, en palabras de José Vasconcelos, “la noble cabeza de un joven que simbolizaba la patria entera”. Aquellos golpes y heridas que recibió le causaron los frecuentes dolores de cabeza que padeció a lo largo de su vida.
Tras la recepción de la banda presidencial en el Palacio de Bellas Artes el 1 de diciembre de 1958, en su sexenio se elevaron todas las misiones diplomáticas al rango de embajadas.
Se nombraron diplomáticos en diez nuevos países. Se visitaron oficialmente dieciséis naciones y visitaron México veintidós jefes de Estado o de gobierno. Por sus viajes fue conocido como López Paseos. Llaves de ciudades de todas latitudes, de carey, cristal, metal, prueban sus andanzas. La última banda presidencial que uso luce altiva con su bordado de oro. Su palabra, su sonrisa, su naturalidad, su temple bohemio, sentimental, igualitario, su calidad humana, la buena administración de su gabinete hacendado, los logros diplomáticos, el lugar de México en el mundo, le daban el campeonato presidencial.
Se le atribuye a López Mateos un cuento: “Durante el primer año la gente te trata como Dios y la rechazas con desprecio; en el segundo te trata como Dios y no le haces caso; en el tercero te trata como Dios y lo toleras con incredulidad; en el cuarto te trata como Dios y empiezas a tomarlo en serio; en el quinto te trata como Dios y no solo lo crees: lo eres”.
No estaba construido para el poder, sostiene Krauze, sino para la bohemia, el arte, el amor y, desdichadamente, para la enfermedad. La mejor imagen que lo retrata a la perfección es ver su auto negro, Ford Falcon 1964, placas GK42, el primero de la edición y que buscan con ansia coleccionistas norteamericanos, y recordar que siempre le preguntaba a su chofer que aún vive: “¿Qué nos toca hoy Gabriel: viaje o vieja?”.
* Tomado de LOS LECTORES DICEN
cartas a la revista “Relatos e Historias en México”.
Año XIII, No. 153; Julio de 2021.
Ventaneando, Lunes 26 de Julio de 2021.