(“La vida privada del presidente Mao”.
Li Zhisui – Random House, Nueva York, 1994).
DE aquí a China, el poder absoluto es el sitio frente al cual se desnuda la condición humana. Y, como de tiempo para acá nos venimos enterando, el endiosado presidente Mao Tse-Tung no se salvó de pasar a la larga lista de animales políticos, de hombres que se olvidaron que sencillamente eran de carne y hueso, como todos los mortales, y se convirtieron en amasadores de autoritarismo y, en el nombre de la revolución, llevaron a cabo transformaciones económicas, sociales y políticas, sin parangones, tendientes a construir un singular socialismo en un país pobre, atrasado y vulnerable, pero al hacerlo no sólo alimentaron un nefasto culto a su personalidad, sino que engordaron a una petulante casta burocrática que en múltiples ocasiones ignoró las punzantes realidades, que a gritos contradecían su visión.

El poder es un enorme espejo dispuesto a convertir en añicos a quien lo desafíe. Quien no lo crea, basta con que recuerde el “tlatelolcazo” de hace cinco años en la Plaza de Tiananmen, en pleno corazón de Pekín.
Y las noticias nos siguen llegando. Hablan de novedosos cambios económicos en la China de fin de siglo. En los periódicos leemos que el enigmático país, de 1.200 años de habitantes, abre sus finanzas y ofrece desde sofisticadas tarjetas de crédito para satisfacer las necesidades de su pujante sector privado, hasta firmas para un acuerdo masivo de millones de dólares con dos compañías japonesas.
En medio de tantas noticias de los más tecnológicamente occidentales logros, aparece un inquietante libro que nos lleva por los túneles laberínticos de la Ciudad Prohibida, casa del gran e indiscutible timonel, que como ningún otro gobernante dirigió tanto tiempo a tanta gente.

Se trata de una de las biografías más completas y desmitificadoras jamás escritas, “La vida privada del presidente Mao”, escrita por quien durante 22 años fuera su doctor de cabecera. En 638 páginas, Li Zhisui nos habla de los grandes logros y errores de su singular paciente, muerto en 1976. Asimismo, el autor narra la historia de un hombre excéntrico que se embebió en el poder, y abusó de la autoridad, para darle rienda suelta a sus pasiones.
Li, de 74 años de edad, profesionista capacitado en Estados Unidos y descendiente de médicos de emperadores dinásticos, vive ahora en Chicago con uno de sus hijos y ha llegado a declarar que teme por su vida, pero que en memoria y a petición de su esposa en el lecho de muerte, escribió sobre su alucinante convivencia con uno de los hombres más adorados y temidos del siglo XX.
Desde que los dos se conocieron en 1955, el doctor se dio cuenta de que su futuro paciente sería el caso más difícil que le tocaría atender. Su primera comida juntos fue una verdadera “pesadilla calórica” compuesta de cerdo y carnero llenos de grasas, así como pescado y verduras sumergidas en aceite. Ante la preocupación del médico por la forma en que el líder fumaba, Mao le respondía que “fumar también era un ejercicio de respiración”.

En las siguientes dos décadas y un par de años, Li se convirtió en el confidente de Mao, así como en el suministrador de barbitúricos, pastillas para dormir, testigo de incontables aventuras amorosas e incluso en una suerte de verdugo para que, en contra de su voluntad, el presidente se lavara los dientes y se bañara, pues sólo se enjuagaba la boca con té para luego masticar las hojas y escupirlas donde fuera. En vez de perder el tiempo bañándose, aparte de periódicos zambullidos en aguas contaminadas, de vez en cuando le daban una restregadas con toallas húmedas. “Los tigres no se lavan los dientes, ¿verdad?” y “Los peces no pueden vivir en agua pura”, eran dos de sus frases favoritas cuando el doctor le hacía ver que un poco más de higiene personal no le caería mal, pues le permitiría deshacerse de las infecciones.
Sin embargo, el timonel nunca le hizo mucho caso ni al pus que le brotaba de las encías ni a las enfermedades venéreas que no solo no lo incomodaban, sino que eran una suerte de medalla de oro para las jovencitas a quienes seguido contagiaba. Después de todo, haber sido escogida para acostarse con el gran jefe –leve gonorrea incluida–, no podía ser menos que un verdadero honor. Además, seguidor de la filosofía daoísta, Mao estaba convencido de que cuantas más vírgenes desflorara, más años viviría.

Cabe hacer notar que el autor también convivió muy de cerca con los 30 o 40 hombres que tomaban decisiones y cuyo poder dependía de la relación con el gobernante. Por otro lado, la biografía también habla del sistema del Comité Central del Partido Comunista Chino, así como las secretarias, guardaespaldas, cocineros y clínicas al servicio del líder. Asimismo, Li Zhisui narra con lujo de detalle los difíciles tiempos y las terribles hambrunas, durante el “gran salto hacia delante”, en que la dirigencia china decidió industrializar al país, pero no sentó las bases para crear la infraestructura necesaria que rompiera con los métodos feudales de producción.
Uno de los perfiles más interesantes de este caleidoscopio es el que el doctor hace de la última esposa de Mao Tse-Tung, Jian Qing, recientemente fallecida y, en aquel entonces, encarcelada a un mes del deceso de su marido por ser dirigente de la frustrada “Banda de los cuatro”.
“Ella era lista en los detalles pequeños, pero se atontaba ante cosas importantes. Le estaba negada la capacidad analítica. Conocía poco de la historia china y mucho menos del mundo más allá de sus fronteras… Sin embargo, le encantaba burlarse de las deficiencias de los demás y, después de haber tenido múltiples fallidos cargos gubernamentales, dedicaba sus días a ver películas importadas de Hong Kong, pues como siempre la aquejaba una u otra enfermedad, decía que ver cine le aliviaba la neurastenia”.

El día que Mao murió, ante la preocupación de su médico de que fueran a acusarlo de asesinato, a la viuda se le vio alegre, pues parecía estar segura de que tomaría el control del país. “Ese 9 de septiembre nos dimos cuenta de que Jiang Qing estaba convencida de que la presencia de su marido era lo único que le obstaculizaba alcanzar el poder máximo”, opina el doctor.
El resto de la historia es bien conocido. Mucho antes de que el cadáver empezara a enfriarse, la lucha por el poder ya había alcanzado temperaturas incendiarias.
“No sentí tristeza por su muerte… Al principio yo había alabado a Mao. Era el salvador de China, el Mesías del país, pero para 1976 todo eso ya había desaparecido… Mi fe se había extinguido. Una era había terminado. El tiempo de Mao había pasado”.
* Tomado del magazine
“La Jornada Semanal”.
No. 288; 18 Dic. 1994.
Ventaneando, Reynosa, Lunes 21 de Junio de 2021.