A mi arribo a la Ciudad de México ya me esperaban Alma y Roberto en el área de llegada nacional. Luego de saludarme, mi amigo preguntó: “¿Qué tal el viaje, eh?”. “Fantástico”, respondí.
Ya en el automóvil, renovaron su propuesta de guiarme por los lugares emblemáticos de la ciudad: Xochimilco, Coyoacán, Chapultepec, San Ángel, el Centro Histórico… “¿Con qué empezamos mañana”, inquirió Alma, mientras me conducía al hotel.
“Quisiera pasar el día viendo murales de Diego Rivera”, propuse. Recibieron mis palabras con tenue perplejidad. “Me atraería mucho hacer un recorrido ‘dieguino’ por el Centro Histórico”. Alma, estudiante de historia del arte, sugirió entusiasta: “Yo te guío”.
México en una alameda
Desayunamos en el Café Trevi, frente al extremo poniente de la Alameda Central. Ahí, mi amiga trazó el ambicioso itinerario: del Museo de la Alameda al Palacio Nacional, pasando por Bellas Artes y la Secretaría de Educación Pública.
Al terminar, nos dirigimos al primer museo. Me senté a mitad de la sala principal para observar íntegro el solitario mural. Revisé los personajes y sucesos de la historia mexicana que Diego representó en Sueño de una tarde dominical en la Alameda Central, desde la época de Cortés hasta la década de 1940.
Conocía detalles de éste y otros murales de Rivera por los numerosos libros en los que se han reproducido. Pero contemplar esta obra en vivo y de manera directa me pareció un placer venturoso, un lance grato a los sentidos y la inteligencia. Me asombró su capacidad para hacer de la Alameda una suerte de espejo condensado de un país.
Al salir, caminamos rumbo a Bellas Artes. Al ver pocas personas y muchas bancas vacías, murmuré: “La Alameda no parece tan bulliciosa como en el mural”. Alma respondió: “Los fines de semana viene mucha gente; hay puestos de comida, música, gritos por todos lados… Tal como Rivera lo retrató”.
En la casa de las artes
Llegamos al Palacio de Bellas Artes. Durante una hora recorrimos las paredes llenas del color de los maestros. Vimos los dos murales de Tamayo en la primera planta, y después ascendimos un piso para admirar El hombre controlador del universo de Rivera, La nueva democracia de Siqueiros y Katharsis de Orozco, los tres que más me atrajeron.
Las explicaciones de Alma volvían innecesarias las fichas técnicas al pie de cada obra, a grado tal que unos visitantes catalanes –tomándola por una docta guía de turistas–, se acercaron para escucharla.
Los mil rostros del comercio
Cruzamos Eje Central y Alma me condujo por Avenida Cinco de Mayo, cuyas amplias banquetas favorecían nuestra marcha y en la cual observé zapaterías, tiendas de ropa, librerías, restaurantes, dulcerías, hoteles…
Desembocamos frente a la torre poniente de la Catedral Metropolitana. Dejando el Zócalo a nuestra derecha, bordeamos la catedral por su flanco poniente y luego por la calle de Guatemala, en el lado norte. Antes de llegar al Templo Mayor, Alma señaló un restaurante, La Casa de las Sirenas. “¿Te parece si comemos de una vez?”, preguntó.
Entramos. Alma pidió una mesa en la azotea, desde donde vimos las torres de la catedral, el Zócalo, la gente y los interminables edificios que miran hacia el sur de la ciudad.
Después del postre, retomamos el camino. De las ruinas del Templo Mayor doblamos hacia el norte, por el angosto pasaje que conduce hacia Donceles. Para entonces, la cantidad de gente y de puestos de comercio era efervescente: libros, billeteras, ropa, lentes, juguetes… La voluntad mercantil del centro de la ciudad vibraba a plenitud en la media tarde capitalina, llenándola de rostros que delataban el paso de los pueblos y los siglos sobre la nacionalidad mexicana.
En casa de la educación
Caminamos por República Argentina hasta llegar a la Secretaría de Educación Pública. Me quedó claro que para admirar con detalle los frescos que se multiplican por las tres plantas del edificio se necesita un día entero; aun así, a pesar de la relativa premura disfruté la fuerza didáctica de estas obras, que fueron concebidas y realizadas para educar a todo un pueblo.
Los personajes de Rivera –campesinos, mineros, tejedores, tianguistas, luchadores sociales, alfareros, empresarios–, hablaban de firmes ideales políticos, de un mundo de villanos y héroes que –Alma insistía–, pertenecen a una visión propia de los años veinte, treinta y cuarenta del siglo XX.
Pero más allá de eso me parecía percibir un latido extraño en los rostros de la maestra rural, de la mujer que encara a sus camaradas, del cargador en el mercado popular. ¿Qué era? ¿Qué más había?
En la casa del poder
Eran poco más de la cinco y media; debíamos continuar el recorrido en Palacio Nacional. Caminamos de regreso hacia el sur. Los clientes regateaban, los vendedores gritaban sus precios, los peatones blandían sus miradas en el mar de productos.
Llegamos a Palacio; subimos por las escaleras para estudiar el famosísimo mural De la Conquista a 1930, en el que Diego desplegó –una vez más–, su polémica visión de la historia de México. Después, pasamos a ver la recreación de la vida prehispánica en El mundo azteca y La Gran Tenochtitlan, la capital mexica.
Desde el barandal del primer piso vi el cielo anochecido; dimos por terminado el trayecto. Al salir de Palacio, levanté la vista. El Zócalo, epicentro de luces, ruidos y anhelos, bullía de hombres y mujeres, niños y ancianos, voces, pasos y gritos. “Como un mural de Rivera”, musitó Alma.
Entonces comprendí: los hijos y nietos de los hombres y mujeres en los murales de Diego Rivera somos todos nosotros. El México pintado por él sigue vivo y palpita a lo largo de toda la ciudad, del país entero.
Geney Beltrán Félix tiene estudios de
literatura hispánica e inglesa en México
y Canadá. Ha sido editor y traductor.
* Tomado de la revista mensual “Escala”,
órgano de ‘Aerovías de México’, SA de CV.
México, Año XIII, No. 156; Julio de 2002.
Ventaneando, Reynosa, Lunes 18 de Octubre de 2021.